Restringido
Salir de la cárcel
La salida de la cárcel de Joseba Urrusolo –un terrorista arrepentido– y de Arnaldo Otegi –un terrorista presto a retomar su actividad como dirigente– coloca de nuevo sobre el tapete la cuestión de la política penitenciaria con relación a los presos de ETA. En el curso de la última legislatura esa política ha tenido una doble vertiente: por una parte, el finiquito de los restos de la «vía Nanclares» que dejó el gobierno anterior; y por otra, la liquidación estricta de las penas, sujeta eso sí a las vicisitudes judiciales como la de la «doctrina Parot». Ambas han sido un fracaso si tenemos en cuenta que en nada han coadyuvado al logro de la disolución de ETA. La primera, porque apenas ha habido «arrepentidos», en el sentido que da el Código Penal a este término –o sea, delatores que hayan contribuido a esclarecer los delitos cometidos por la organización terrorista–; y la segunda, porque liquidar las penas no es lo mismo que reinsertar a los penados, lo que en el caso de los etarras ha supuesto que más de doscientos de ellos hayan dejado la cárcel y, en muchos casos, sigan realizando el trabajo político de la banda.
En más de una ocasión he defendido para España una política similar a la que puso en práctica Italia para liquidar a las Brigadas Rojas. La «disociación» –o sea, el quid pro quo entre el abandono del terrorismo y la concesión de beneficios penitenciarios a presos sin delitos de sangre– logró en ese país que más del ochenta por ciento de los brigadistas se retiraran y, sobre todo, consiguió la completa desactivación política de la organización. No se me oculta que, para muchos que han sido víctimas de ETA, mencionar los beneficios penitenciarios produce inquietud y rechazo; pero cuando hablamos de política penitenciaria no son sólo los sentimientos de las víctimas los que han de ser tenidos en cuenta. Porque, si se ve el asunto con perspectiva, es claro que la desaparición política de ETA hubiese sido preferible a ver a un Arnaldo Otegi haciendo campaña, ya en la puerta de la prisión, para tratar de desembarcar en la lehendakaritza del Gobierno Vasco y ocupar las estancias del palacio de Ajuria Enea.
Una vez que ETA ha abandonado el ejercicio de la violencia, sus presos se han convertido en el eje central de su capital político. Por eso el Gobierno debería haber actuado sobre ellos a fin de desactivarlo. No lo ha hecho; y mientras tanto, un tercio de los etarras que estuvieron encarcelados ha vuelto a casa. En los próximos cuatro o cinco años lo harán número similar y no quedará mucho más que un centenar y medio cumpliendo largas condenas por haber cometido asesinatos. Entretanto, el capital político de ETA volverá a producir rendimientos en forma de representación dentro de las instituciones y la historia de ETA quedará blanqueada. Tal es el mensaje que esta semana se ha clavado en la puerta de la prisión.
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