Cristina López Schlichting

Sangre que florece

La Razón
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Yo no sabía lo que era la sangre de los mártires, ni por qué las monjas –mis profes– decían que de esta sangre florece la Iglesia. ¿Cómo puede salir vida de la muerte? Ahora lo he visto en Irak, de donde acabo de regresar. Me he desayunado a diario con la tele caldea, en la que salían los hermanos y padres de los curas asesinados por el ISIS y se veía la sangre derramada en los altares.Y luego venía Denkha –un cura de 28 años que nos ha hecho de guía a los del equipo de 13TV y Ayuda a la Iglesia Necesitada, que hemos visitado los campos de refugiados en el Kurdistán– y explicaba que le nació la vocación cuando los yihadistas mataron a su párroco y a tres diáconos, uno de ellos su primo carnal. Sangre que florece. El padre Douglas no guarda rencor a sus secuestradores del Dáesh, que le reventaron la cara a patadas y lo tuvieron nueve días encadenado al suelo de un retrete. «No pueden quitarte nada más que la vida», explica de forma sencilla, «me daba la risa cuando me amenazaban con sustituirme la cabeza por la de un perro porque, una vez muerto, ya no pueden nada contra ti, y Dios te da serenidad para morir». Por las filmaciones de los terroristas, ha sido posible establecer que los jóvenes reos que fueron asesinados en una playa vestidos de naranja y ya han sido declarados mártires, musitaban el padrenuestro. La madre de uno de ellos agradeció públicamente al Dáesh el vídeo: «He podido saber que mi hijo murió repitiendo el nombre de Jesús». Los cristianos de Oriente Medio no esperan gran cosa de la guerra que acaba de empezar, porque las guerras no educan. Tan sólo Cristo es capaz de cambiar el corazón de los hombres. Llevan siglos perseguidos y reconocen que no hacen otra cosa que formar en el perdón, generación tras generación, y entregar después esas generaciones al sacrificio. Curiosamente, no son héroes, son gente normal, hombres y mujeres aterrados por tanto mal. Pero constituyen un pueblo, y un pueblo del que salen santos continuamente. Cenábamos en un restaurante de Erbil la noche del lunes, cuando un chico de 20 años, un gigantón de dos metros, se acercó. Había huido con su familia de Siria porque el Dáesh había intentado amputarle la mano izquierda. Cuando me la tendió, vi que tenía tatuada una cruz, y vi, también, las muescas de un cuchillo. De una forma impulsiva, extraña y profunda, le besé la mano con unción, como se besa a un hijo la primera vez, como se besa una reliquia. Sangre que florece. He vuelto de Irak entre aromas de guerra. Mil controles antes del aeropuerto y otros mil por toda Europa. Reconocimiento biométrico, fotos del iris, escáneres corporales, todas las precauciones son pocas. Y, sin embargo, no hay mayor defensa que la de father Douglas: «Sólo pueden quitarte la vida».