Lucas Haurie

Se va el caimán

La Razón
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Javier Arenas, que hace anuncios en la víspera de Nochevieja, no había cumplido treinta años cuando llegó al Parlamento regional pero antes ya había sido concejal en Sevilla durante una legislatura. Criado en el PDP de Alzaga y Rupérez, interiorizó con aprovechamiento el credo democristiano y así lo demuestra su asombrosa capacidad de supervivencia. Tanto que se recuerda estos días en España a Giulio Andreotti, he aquí una versión castiza, algo cutre y vagamente mohosa del gran saurio romano. Dice que dimite, pero sólo de su condición de diputado autonómico. Ha ostentado el cargo, de forma intermitente, desde 1986 pero nadie hallará en las actas una sola intervención memorable, ni siquiera cuando estuvo a punto de derribar al régimen con una mayoría absoluta que todas las encuestas pronosticaban. La suya es una trayectoria de fracasos e inanidad aunque un atronador aparato propagandístico siga pregonando sus figuradas victorias. «Ganábamos todas las batallas pero cada vez más cerca de Tokio», relataba un empresario japonés tras la II Guerra Mundial. Así fueron los progresos del PP andaluz gracias a Arenas, hasta quedar el borde de la irrelevancia. Continuará cobrando como senador, porque claro que la Cámara Alta no es un cementerio de elefantes, y seguirá cabildeando en el partido para taponar la renovación que preconiza Soraya como taponó en 2008 la rebelión contra el doblemente perdedor Rajoy. Desde aquel congreso de Valencia, donde se postergó de mala manera a diamantes como Esperanza Aguirre o María San Gil, tiene garantizado su sitio en Génova a la diestra del padre. No pertenece a la vieja política, dicho sea con toda la intención peyorativa, sino que es su más perfecta encarnación de ella.