Luis Suárez
Sefarad
El Gobierno ha anunciado que proyecta una ley consolidando y ampliando los derechos que a los sefardíes ya reconociera Alfonso XIII. Es una grata noticia pues lo que se incrementa es la reparación de un error que ya ha sido reconocido y oficialmente anulado hace ahora casi un siglo. Pero es importante que los legisladores tengan en cuenta ciertos aspectos esenciales: el libro de Abdías, en la Biblia (Abdías 20), incluye estas preciosas parábolas. «Los desterrados de Jerusalén, los que están en Sefarad, poseerán las ciudades del Negueb y subirán triunfantes al monte Sión». Es lo mismo que ya en el siglo XIII el gran maestro Nahmanides explicara a Jaime I en Valencia: – «Nosotros los sefardíes, te estamos muy agradecidos a ti, rey, pero en el fondo pienso que se halla en pecado el judío que no desee vivir en Jerusalén». Y allá se fue, para encontrar la muerte. Israel es una nación singular, que ha sobrevivido a siglos porque no se trata de los moradores de una tierra, sino que son sus miembros esa parcela que el propio Dios se escogió como heredad. Es justo y loable reconocer a los judíos plenitud de derechos, pero sin que eso signifique en modo alguno una renuncia a su esencialidad.
España debe mucho al sefardismo, aunque haya cometido el pecado de olvidarlo. En el siglo XI, cuando se iniciaba en al-Andalus una persecución que acabaría cerrándoles el paso y obligando a Maimonides y los suyos a huir a tierras lejanas, siembre cerca de Jerusalén, los judíos se instalaron en los reinos cristianos del norte de la Península, en donde se les permitía ser lo que eran. Llevaban consigo ese bagaje que los maestros de entonces llamaron «hebraica veritas» y ayudaron poderosamente en la creación de una cultura. Paquda, Gabirol y Judah-alevi transmitieron algunas de las verdades esenciales: el ser humano es persona y no simple individuo, se encuentra dotado de libre albedrío y capacidad racional para el conocimiento, y los mandamientos de Dios en el Sinai son una revelación que permite descubrir y respetar el orden de la Naturaleza. Sobre estas verdades se levanta la cultura hispánica que es la que luego se traslada al otro lado del océano. Pero en la primera mitad del siglo XIII Europa tomó una decisión: declarar que el judaísmo es un mal porque había aceptado el Talmud, en el que se contienen juicios negativos hacia el cristianismo. La Universidad de París, en una sesión que presidió la madre de San Luis, curiosamente nacida en España, condenó el Talmud y millares de libros fueron quemados precisamente en la plaza de la Greve, en donde quinientos años después se alzaría la guillotina. Los predicadores tuvieron así motivos para exaltar a las masas a una destrucción de los judíos que, en algunos lugares, como España en 1391, alcanzaron tremenda violencia. El odio a los judíos nació en las bases mismas de la población. Y los reyes se consideraron impotentes ante aquella violencia desatada; los perseguidores de los judíos, que no se detenían en fomentar las más graves calumnias –como ese niño de La Guardia, que nunca existió–, se veían favorecidos por la codicia de las masas que veía en el saqueo de las aljamas un botín.
Ante este problema Europa vaciló en la solución. Y entonces Inglaterra, primero, y Francia después, elaboraron la fórmula: si los judíos dejan de estar en el reino se acabó el problema. Y así la aplicaron la expulsión. Pero la Monarquía española, que se estaba construyendo con el gobierno de don Álvaro de Luna, buscó otra, más justa y sin duda eficaz. En mayo de 1432 los takkanot de Valladolid reconocieron que la comunidad judía (Sefarad) formaba parte del reino, aunque con normas religiosas y jurídicas propias y con un funcionario de alto rango, el rab mayor, nombrado por el rey, pero a propuesta de la propia comunidad. Los judíos mostraron varias veces su entusiasmo. Allí estaba la solución: sin dejar de ser miembros de Israel, la parcela de la heredad, ellos podían gozar de plenos derechos. Convendría que nuestros políticos de hoy repasasen esta fórmula. Durante sesenta años fue la aplicada.
Pero al final fue Europa la que aplicó su criterio, el franco-británico: si el talmudismo es un mal, debe ser prohibido y no tolerado. Y mediante presiones muy fuertes también España aplicó la injusta norma. Y a los judíos se puso ante una opción: abandonar su calidad convirtiéndose en súbditos normales o salir de la tierra. Llamamos al decreto de 1492 expulsión de los judíos, pero es más correcto decir prohibición del judaísmo. Ese decreto fue oficialmente anulado en 1973. De modo que los actuales gobernantes no necesitan acudir a él. Hay que apuntar al futuro.
En efecto, como la profecía de Abdías anunciara, Sefarad ha vuelto a Jerusalén. Ahora se trata de reconocer a los descendientes de aquellos que en 1492 tuvieron que salir de España una plenitud de derechos que ya no se refiere únicamente a la Monarquía hispana, sino que se amplía a Europa, ya que somos parte esencial de ella. Es preciso reconocer que los sefardíes deben ser equiparados a los españoles en el ejercicio de la europeidad. Pero en modo alguno exigirles que dejen de ser judíos o que adquieran una doble nacionalidad. Ya Napoleón cometió este error: ofreció liberar a los judíos e hizo que se reuniera en París el Gran Sanhedrin; pero entonces se hizo la oferta, que dejasen de ser judíos para convertirse en ciudadanos franceses. Y entonces los judíos rechazaron la propuesta. En el fondo se les daba la misma opción de 1492, aunque desde el laicismo. No. Se trata de que el sefardismo, como forma de cultura, siga existiendo y que se reconozca en la calidad de judío una esencia superior. Además de y no en lugar de.
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