Pilar Ferrer
«Señor, la Infanta puede estar tranquila»
En los debates de la Ponencia Constitucional, allá por el año setenta y siete, presidida por el diputado valenciano Emilio Attard, políticos y periodistas se reunían en la antigua cafetería del Congreso, esa histórica estancia hoy vigilada por la estatua de Isabel II. Allí se fraguaron los más polémicos artículos de la Carta Magna. Y allí, también, Miguel Roca Junyent hablaba hasta la madrugada con el resto de los ponentes. Algunas noches, Roca invitaba a cenar al socialista Gregorio Peces-Barba y al popular Miguel Herrero de Miñón en locales cercanos a la Cámara Baja. Astuto, inteligente y muy hábil negociador, sabía que para el fino encaje de Cataluña en la Constitución necesitaba llevarse bien con ambos dirigentes. Porque Miguel Roca ha sido y es, ante todo, un magnífico dialogante, un experto en relaciones externas y todo un señor. Eso fue lo que dijo el propio Emilio Attard, ya fallecido, cuando finalizaron los debates constitucionales. En el Salón de los Pasos Perdidos, ante los periodistas que habían cubierto la histórica Ponencia. De Fraga, un cerebro. De Pérez Llorca, Herrero y Cisneros, altura de miras. De Peces-Barba, generosidad. De Xavier Arazallus, pragmatismo. Y de los catalanes, la pera. Jordi Solé Tura, rigor jurídico. Y Miguel Roca, ante todo, un caballero, elegante hasta el máximo. Era el único, en aquellas noches interminables de trabajo, en tener una palabra amable con los periodistas y convocarles a un café en el emblemático Hotel Palace, ya de madrugada.
Roca nació en un distrito de Burdeos, Caudéran, donde su padre, un abogado de ilustre cultura, estaba destinado, pero pronto marchó a Barcelona. Quién le iba a decir que su primera andadura política estaría ligada al Frente de Liberación Popular de Cataluña, movimiento entonces liderado por Narcís Serra y Pascual Maragall. Después, el destino les separó. Serra y Maragall irían hacia el socialismo, y Roca conoció a Jordi Pujol, quien cambiaría su vida política. Hasta liderar el famoso Partido Reformista para vertebrar en toda España un partido catalán centrista. El fracaso fue absoluto, y Roca decidió replegarse de la política activa y volver a su vida jurídica.
Pero nunca ha dejado de manejar la vida pública. Montó un gran despacho con clientes influyentes, mantuvo sus artículos de pujante actualidad, nunca olvidó a sus amigos de Madrid, incluidos los periodistas, con quienes se citaba en un restaurante cercano al Congreso. Y hasta superó una enfermedad que él dijo siempre llevar con elegancia y resistencia. Como «padre» de la Constitución era llamado a menudo por La Zarzuela, y pocos saben de sus encuentros con el Rey, más frecuentes a raíz del Estatut. Los ha llevado con mucha discreción, hasta que hoy se ha visto que es uno de los hombres en quien Don Juan Carlos confía para lo más sagrado: la defensa de su propia hija Cristina.
Ardua tarea porque Roca no es un cortesano, pero sí un hombre leal. De su infancia francesa aprendió a leer a Descartes. Ahí se forjó su pensamiento, talante práctico y abierto. Es un hombre reflexivo, a quien los últimos avatares de su vida le han llevado a no perder el tiempo. El Rey le llamó personalmente y le ha encargado algo muy delicado. Dicen que él aceptó la misiva y le dijo una escueta frase: «Señor, la Infanta puede estar tranquila». En Derecho, todo cabe. Pero la elección de Miguel Roca ni es casual, ni baladí. Y como en aquellos debates de la Constitución del setenta y ocho, con señorío hasta el final.
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