María José Navarro

Silencio

La Razón
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Como cada día estoy más asocial y más borde, ahora, cada vez que busco un billete de Ave para bajarme a Albacete, el Nueva York de La Mancha, voy como loca al vagón del silencio. Bien es verdad que me vendría mejor la mesita de cuatro, porque así podría conocer gente y tener algo de vida social, porque es que estoy en un plan que las primas de mi madre, que son monjas encerronas, se orean más. Pero en la mesita acabas haciendo el Tetris con las piernas del contrario, ni hablar. Renfe asegura que en ese vagón del silencio no pueden viajar niños menores de catorce años, ni animales, ni se pueden mantener conversaciones por teléfono en voz alta. Pero es que estamos hablando de España. Total, que tú llegas al vagón del silencio y aquello es una Rave Party. Cuando no te toca un ejecutivo que está cerrando un balance, te toca una señora viendo vídeos en el móvil a todo trapo o una jovencita con un politono de perreo de Juan Magán. Yo del Ave bajo que me van tener que esperar con un cuarto acolchado en el andén. Porque hay otra cosa que me resulta incomprensible del español en Ave. ¿Por qué hemos de mantener una conversación larga con la persona que nos va a ir a recoger a la estación? «Oye, nada que estoy ya por Minaya. ¿Dónde cenamos? Cuando llegue, ¿sabes lo que podríamos hacer? Acercarnos a Modas Barcelona que tengo un pantalón que me sobra de cinturilla». Pero vamos a ver. Si os vais a ver. Si te va a ir a recoger. Que además el Ave no llega a voleo, que llega a su hora. Podría exiliarme a la cafetería y tomarme un benjamín, pero es que ya no se puede. Los viernes, la cafetería aparece repleta de seres humanos que van de despedida de soltero, tomando cerveza tamaño obrero de la construcción y con el novio disfrazado de Guti. El Ave, ese frenopático veloz.