Francisco Nieva

Soliloquio

Se ha estrenado mi comedia fantástica «Salvator Rosa» y la crítica, en su totalidad, me sitúa como en el piso alto de la dramaturgia española. ¿Es cuestión de creérmelo? Debo tomarme con naturalidad esto de codearme de igual a igual con mis admirados maestros Valle-Inclán, Benavente, Arniches... Hay genios que se enteran de que lo son: Balzac, Dickens, Miguel Ángel... Al terminar su escultura de Moisés, Buonarrotti profirió en voz alta: «¡Habla...!». Le admiraba su obra y se sentía capaz de todo, de iluminar al mundo con sus creaciones. ¿Puede ser cierto que las mías también lo hagan? ¿A qué o a quién le debo yo este privilegio?

Me siento un gran heredero. No soy un experto en genética, pero sé que se heredan virtudes y defectos. Mi bisabuelo fue un gran humanista que, como lo miembros de la Casa de Austria, era procnático, con un marcado desarrollo de la mandíbula inferior; mi hermana mayor y mi hermano pequeño heredaron algo de ese procnatismo. ¿No habré heredado yo algo de aquella sabiduría humanística que lo distinguía? Mi abuelo materno, Felipe Nieva, fue un gran autodidacta, en extremo refinado y amante de la mejor música de su tiempo, Richard Wagner en especial. Así, yo me entusiasmo con Luis de Pablo, la mejor música de España en estos momentos. Mi madre fue una señorita muy leída, muy culta y sensible. Sus coloreadas referencias a la familia me hicieron dramaturgo. Mi padre me inició al teatro jugando amorosamente conmigo, sentado en sus rodillas y ante un teatrillo de cartón. Son ellos los que me han escrito mis mejores comedias. A ellos se lo debo, a su gratuita inspiración y entusiasmo.

Se las debo a ese entusiasmo romántico de mi familia. Yo soy un romántico, uno de los últimos románticos. He nacido imbuido de romanticismo. Lo prueba mi entusiasmo de adolescente por Heinrich Heine y su poema Atta Troll. Me obnubilaba su encendida descripción del cortejo de Dionisos, la extrema libertad de los instintos, el orgasmo mundial, la juerga infinita de los dioses, sazonada de humor romántico, con un deje racionalista por contraste. Aquello que mejor distingue los diálogos de Salvator Rosa, la comedia que me ha valido tantos elogios. Se tiene por vanguardia una valiente vuelta a los orígenes. Lo inesperado por el sistema. Se agradece ese retorno sensorial, mental y sentimental. Yo soy «original» a este punto. Al final de mis obras debería firmar por Francisco Nieva y familia. Así es cómo me juzgo a mí mismo, en esta hora de gloria, aparentemente sin paliativos.

Si todo es relativo, relativa también es esta gloria. El mundo puede engañarse y engañarme a mí. Tenemos mil ejemplos de grandes engañados consigo mismos. Se lo tienen creído. Y yo mismo les rindo pleitesía, tan engañado como el que más. El tiempo es como un termómetro que mide la genialidad de algunos individuos. El tiempo dirá qué hace con la fama temporal de mi persona. Lo dichoso es que yo no lo veré y puedo disfrutar de mi nombradía miserablemente, como un grano de polvo en el infinito desierto.

Íntimamente, confieso que he gozado mucho escribiendo, viviendo en la literatura dramática, trufada de romanticismo, de amor y fervor románticos, y en un mundo a la medida de mis exigencias. Parece que nos falta un libro que nos informe con justicia sobre la historia de las famas, su temporalidad y su permanencia. ¿Quién se atreve a escribir ese libro?

En este mundo de vanidades, el éxito es el plato más fuerte de la vida. No deja de ser un buen indicio el compulsar a quién el éxito le sienta mejor o peor, y qué comunes vienen a ser las indigestiones. Como, en el plano político, lo estamos viviendo en el presente.