Bruselas

Tiempo para Europa

Con sus grandezas y servidumbres, el proceso de integración europea es la historia de un éxito. En una célebre conferencia de la Universidad de Zurich, el 19 de septiembre de 1946, Winston Churschill comenzaba con palabras dramáticas: «Hoy vengo a hablarles a ustedes del drama de Europa...». Ahora vamos a elegir una Cámara dotada ya de los poderes que identifican a un Parlamento de verdad. La Guerra «civil» europea de 1914 a 1918, cuyo centenario se cumple pronto, o los grandes cementerios bajo la Luna que sobrecogen al visitante en Normandía son parte de la Historia. A día de hoy, nos ocupan los debates sobre reglamentos y directivas, cuotas y subvenciones, libertades y restricciones... Un éxito de todos, insisto, que deberíamos valorar como merece, porque nuestra vieja península de Asia ha logrado sobrevivir a ese «rapto» de Europa que el maestro Luis Díez del Corral describió con brillantez. Por supuesto, para los españoles que nos reconocemos en otro éxito colectivo, la Transición democrática, Europa se identifica con el proyecto orteguiano de vida en común. Queríamos ser como ellos y, ciertamente, lo hemos conseguido. Tenemos una democracia perfectamente equiparable a la de nuestros vecinos o, si ustedes lo prefieren, igual de buena e igual de mala. Acaso mostramos mayor madurez en algún aspecto muy relevante: aquí no triunfan los partidos «exóticos», los populismos antieuropeístas que sólo reflejan las escasas luces políticas de quienes pretenden seducir con falsos cantos de sirena.

Las elecciones del 25 de mayo son importantes, cómo no, desde la perspectiva de la política española. Un test para el Gobierno y para la oposición; para el bipartidismo y para el soberanismo; para las terceras y cuartas opciones... La reválida de las urnas es la seña de identidad de la democracia. Pero lo realmente importante se juega en Bruselas, en Estrasburgo, en Luxemburgo y demás sedes de las instituciones de la Unión. Los españoles también votamos por Juncker o por Schulz y por el resto de los líderes comunitarios. En particular, votamos (la mayoría, espero) en contra de los populistas de seudoderechas o de seudoizquierdas, unos y otros coincidentes en esa demagogia irritante que consiste en ofrecer soluciones simples para problemas complejos. En todo caso, estamos ante una encrucijada histórica. Hay que gestionar con acierto la sociedad del postbienestar, y no es lo mismo apostar por una perspectiva liberal, racional y razonable, que por un enfoque socialista, cuyo voluntarismo se refleja con nitidez en un libro notable, El capital en el siglo XXI, de Thomas Piketty en plena moda, acaso fugaz. Hay otros muchos asuntos en juego: cuando la mirada se dirigía hacia China y el Pacífico, Putin y el viejo Imperio euroasiático nos recuerda quiénes somos y, sobre todo, dónde estamos. Porque la Geografía ha vuelto, escribe con razón Robert Kaplan, y no está de más consultar el atlas para comprobar que Mitteleuropa o, si se prefiere, el Danubio y sus naciones ribereñas siguen siendo un problema pendiente.

Entre euroescépticos egoístas y unionistas utópicos, creo que la inmensa mayoría de los europeos compartimos la idea de que una buena sociedad es mejor que una «comunidad» imaginaria y, por supuesto, que una yuxtaposición de Estados concebidos al viejo estilo westfaliano. España tiene mucho que decir, en presente y en futuro, precisamente porque seguimos siendo buenos europeos, sin tentaciones aislacionistas. El futuro vendrá de Europa, y los nacionalismos que proclaman un sedicente derecho a decidir deben dejar muy claro a los ciudadanos el mensaje que, sin excepción, nos trasmiten desde Bruselas: una eventual secesión de una parte del territorio de un Estado miembro significa ipso iure convertirse en Estado «tercero» desde la perspectiva jurídico-comunitaria. También en política es obligatorio decir la verdad. Muchos abstencionistas potenciales deberían reflexionar en los días que nos quedan de campaña sobre estas cuestiones trascendentales. Por cierto, los defensores (sin buenos argumentos, a mi juicio) de una reforma electoral tienen ahora la oportunidad de aplicar su voto en una circunscripción de ámbito nacional, sin primas territoriales ni ventajas por la concentración del sufragio. El 25 de mayo, en fin, debería ser un triunfo para la democracia constitucional, única forma legítima de gobierno a estas alturas del siglo XXI. El sentido de responsabilidad de los electores debe imponerse sobre el malestar coyuntural, comprensible, sin duda, pero casi siempre estéril.