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Ángela Vallvey

Tigres

La Razón
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Hay una generación de españoles que no tiene memoria de los «años de plomo» de la banda terrorista ETA. Un terror de extrema crueldad castigó a todo el país, que vivía impotente, resignado y acobardado bajo el imperio del miedo. Una horda de insaciables asesinos en serie mató hombres, mujeres y niños, y vivió años de gran efectividad, batió récords derramando sangre inocente. Muchos españoles creyeron que merecían el castigo, que ETA era una penitencia por el franquismo, por nuestros errores históricos, por el pasado glorioso y el infame, por haber sido un imperio y por dejar de serlo, por no ser lo bastante europeos, o modernos, o humanos... España sacrificaba ante el altar del espanto a guardias civiles apenas adolescentes, madres de familia, políticos honrados y valientes, niños cuya única «culpa» era ser hijos de un «picoleto invasor» o de un policía destinado en el País Vasco... Las víctimas aumentaban sin cesar. Los huérfanos se multiplicaban. A algunos, las balas en la nuca, las explosiones indiscriminadas, toda esa suciedad, aquella ignominia, esa vergüenza histórica, esa degradación, incluso les parecía «normal». Llegaron a justificarla. Y es que el terror impone sus reglas. En los años ochenta, la ansiedad producto de la amenaza se instaló como una neurosis en la sociedad española, y la fracturó: por una parte quienes disculpaban los crímenes, por otra quienes los condenaban pero no eran capaces de hacerles frente.

A la por entonces etarra Idoia López Riaño, «la Tigresa», la condenaron a dos mil años de cárcel por cometer 23 asesinatos. Cuando ingresó en prisión ni siquiera tenía treinta años. Se hizo famosa porque a su facilidad para apretar el gatillo y a su gusto por la sangre inocente se unía una leyenda urbana que la calificaba de «devorahombres». Recuerdo haber leído en la prensa de la época más de un relato fascinado –en el que subyacía una atracción repugnante hacia el personaje– comentando sus «hazañas» de muerte junto a los chismorreos sobre su vida sexual y su pretendida afición a ligar con guardias civiles jóvenes. Esas crónicas, escritas bajo el hechizo de la violencia, impidieron una lucha efectiva contra el terror pues convertían en míticos –sin pretenderlo, o a sabiendas– los atentados etarras.

Ahora, la Tigresa, está arrepentida. Se le ha pasado la edad de creerse aquellos cuentos idiotas, infectos, sobre «liberar al pueblo vasco». Ahora sabe que ella y los suyos eran simples y vulgares asesinos. Tigres de fango.