Paco Reyero
Toda la pinta
La calle, y también la prensa, ha conectado el gusto de Bárcenas por la gomina y el fondo de armario invernal con su obstinación por visitar Suiza. Esta deducción me la argumentó el otro día un orate de tertulia: «Es que tenía toda la pinta». Pasa por ser esta de la clase de explicación considerada aplastante. Toda la pinta, sí, ¿pero toda la pinta de qué? Si a este hombre tan pródigo le da por distribuir fotocopias en verano, lo hubieramos visto en pantalón corto y jugando al padel, como solía hacer antaño. ¿Es posible que un tipo esté capacitado para reventar Fort Knox si va en pantalón corto? Es posible, pero siguiendo al orate, la pinta agosteña lo hubiera tasado como pijoaparte marbellero y no como mangante de cuello blanco. Esta relación entre el fijador, el porte y el delito es licantrópica: si hay luna llena, a uno le entra el arrebato y se pone a mandar millones al Dredsner Bank de Ginebra. No es por generar alarma, pero la estética de Bárcenas es un «meme»: hay tantos como él que habrá que instar a Interior a abrir nuevos centros penitenciarios para darles acomodo. No existe una cara de ladrón, como no hay una cara de asesino, aunque a posteriori se realcen los rasgos, para que se haga ver que el físico pronosticaba precisamente una conducta. Walter Stevens, un sicario de Chicago, cuidó a su esposa enferma durante veinte años y después de adoptar a tres huérfanas, las educó estrictamente, prohibiéndoles el maquillaje y llevar la falda demasiado corta. Era abstemio y cobraba 50 dólares por asesinato. Según Primo Levi: «Los monstruos –incluso entendiendo por monstruosa esta estética a lo Bárcenas que es producto de la ira popular– existen, pero son poco numerosos para ser verdaderamente peligrosos; los realmente peligrosos son los hombres comunes».
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