Ángela Vallvey

Toya

Toya Graham: mujer, madre soltera de seis hijos (sólo uno de ellos varón), 43 años, tiene una nieta que también cuida y es afroamericana. Además, vive en Baltimore; parece un personaje de la serie de televisión «The Wire». Uno de los buenos. Sacó a guantazos a su único hijo varón de unos disturbios de protesta que tenían lugar en Baltimore. Últimamente, la policía de los USA mata a hombres negros con gran facilidad. Lo lógico es rebelarse. Pero Toya no quería ver a su hijo agujereado a tiros. Si hubiese usado zapatillas, se las habría quitado como hacían las madres de antaño para amenazar a su vástago, pero Toya luce pendientes de medio kilo de chatarra y zapatos de tacón hasta para andar por casa. Tuvo que darle un par de guantazos. Las extensiones de su pelo son suficientes como para tapar las calvas de todos los congresistas norteamericanos; sus pestañas, más postizas que el oro de la vajilla de papel de un burguer. Toya luce una manicura que parece la fantasía mística de un dibujo animado. Una superviviente en un entorno hostil: es difícil no sentir una irresistible simpatía por ella. Muchos preguntan: ¿miraríamos con igual empatía la escena si se tratase de un padre arreándole tres sopapos a su hija? Evidentemente, no. La escena no sería comparable. Un padre (casi) siempre será superior en fuerza física a su hija adolescente. Nadie puede aprobar que un padre pegue a su hija porque, de entrada, se trataría de un combate de fuerzas desiguales en el que el hombre adulto estaría ejerciendo un abuso de su superioridad física respecto a su hija, más endeble. Si excusamos a Toya es porque vemos a una mujer más débil que su retoño, de casi dos metros, enfrentarse a él y ganar la batalla del respeto.