María José Navarro
Tremor
En El Hierro llevan unos días con el suelo intentando encontrar una postura que le permita seguir dormido otro rato largo. En realidad, todo empezó hace año y medio, y desde entonces, se reproducen cíclicamente las épocas en las que la tierra se mueve. La novedad es que los seísmos vuelven a tomar la fuerza que presentaban al principio, aquel inicio en el que los que saben de estas cosas nos contaron que debajo de aquellas aguas un volcán había entrado en erupción. Los herreños, acostumbrados a sobrevivir basculando entre el privilegio y la soledad, volvieron a enfrentar la situación sin dar grandes voces. Perdieron turistas, negocios, inversiones, y, de paso, algunas conexiones aéreas y marítimas que difícilmente tienen vuelta atrás y que difícilmente pueden achacarse sólo al volcán. La crisis, ya saben, es excusa y al mismo tiempo, un buscador de argumentos que vienen al pelo. En El Hierro, la gente no tiene miedo y parece sensata esa tranquilidad, a tenor de lo que dicen los expertos. No obstante, sería de agradecer que Involcán y el Instituto Geográfico Nacional dejaran sus diferencias a un lado y se pusieran de acuerdo en cuántas erupciones se han producido, en los niveles de actividad volcánica y la información al respecto, y en las alertas del dichoso semáforo. Mientras en la isla los temblores se cuentan por decenas, el español peninsular, verbigracia, mira aquello como el que coloca el ojo en un microscopio: le interesa mientras se muevan los bichos. Cuando paren, estaremos donde siempre, sin saber exactamente dónde y cómo es una parte de nosotros mismos. Casi mejor, por cierto, que luego vamos y dejamos aquello lleno de bolsas de Doritos.
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