Pedro Narváez

Últimas tardes con Teresa

Si la historia de Teresa Romero fuera una serie de televisión estaríamos asistiendo al espectáculo de la segunda temporada que es cuando algunos personajes dan un giro y nos descubren secretos ocultos que el guionista barruntaba y luego explota para mantenernos hipnóticos ante la pantalla. La heroína del ébola se convierte en Maléfica, una criatura con cuernos que era mala y se convirtió en buena, sólo que Teresa hizo el camino inverso tal vez porque el mundo real no es el de Disney. La mujer que tuvo el empuje de encerrarse con la muerte mientras mantenía a un país en vilo no tuvo coraje para decir la verdad cuando llegó la hora de los valientes. Las redes sociales, ese lugar donde se captura mucho pescado podrido, y donde un día se decía «todos somos Teresa», esa cursilada al que el común se apunta porque es gratis, ya la han crucificado y esta vez con razones que las batas blancas no salen a explicar. Nadie pide perdón por el siniestro alboroto que se vivió en montaje paralelo con la trama principal que se vivía tras aquellas ventanas con extraterrestres amarillos. Los abogados y su marido, que no sintió pudor en grabar un vídeo denuncia, cinema verité, mientras su mujer recibía un suero que resultó ser milagroso, preparaban querellas que se contaban por muchos miles de euros. Ahora esos letrados buscan la fórmula para financiar el revés judicial y vomitar la digestión de la avaricia. La rueda de los platós de televisión y esas zarandajas. Pero el público ya no quiere saber de ella una vez inoculado el virus de la decepción. Cortados los hilos de la marioneta, el juguete se rompe y el trozo de madera se hace Pinocho. Es el precio de la demagogia que decapitó cabezas políticas. Del ébola ya no queda rastro, ahora nos pica la ira o la tristeza al descubrir, una vez más, que hay motivos para que el uso de los antidepresivos se haya triplicado en una década.