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Un dios salvaje

La Razón
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«Yo creo en el Dios salvaje. Un Dios cuyas reglas no han sido cuestionadas desde tiempos inmemoriales». Se lo dice el personaje de Christoph Waltz al de Jodie Foster en la película «Un Dios Salvaje», de Roman Polanski, que otra cosa no sabrá hacer, pero llevar a sus películas el pulso de la vida y de la condición humana, lo borda y casi sin mirar. Ahí tenemos a dos matrimonios intentando dilucidar cómo solucionar civilizadamente una pelea de recreo entre sus hijos en la que uno de ellos le ha roto un diente al otro. Y lo hacen hablando de la ética, la moral y los principios llevados hasta el extremo hasta que al final terminan actuando como sus hijos, aunque para entonces los niños ya vuelven a jugar juntos mientras los adultos se han destrozado con palabras huecas y huérfanas de actos que les doten de sentido. Es la sinopsis de la película pero bien podría ser la crónica ilustrada de los últimos tiempos en los que han proliferado determinados personajes que se desgañitan hasta descomponerse dando lecciones de ética, de educación y de buen hacer cuando en realidad no pasarían la prueba del nueve. Presumir de lo que se carece siempre ha sido propio de la condición humana. Tendemos a profetizar sobre la conducta de los demás, sobre cómo y qué deberían hacer, y construimos muros con la paja en el ojo ajeno pero nunca con la viga en el propio. Y la mayoría de las veces no nos importa el grado de hipocresía que nuestro verbo encierra en detrimento de nuestro proceder. Sabemos lo que deberíamos hacer pero no queremos hacerlo como reconoce el lenguaraz personaje de Christoph Waltz : «Moralmente se supone que dominamos nuestros impulsos, pero a veces uno no quiere dominarlo. Quiero decir, ¿quién quiere rezar un ave maría mientras hace el amor?».

Escribía Albert Camus que un hombre sin ética es una bestia salvaje soltada a este mundo, y viendo cómo nos las gastamos últimamente –todos, porque limitarse a mirar convirtiendo en oficio la condición de observador nato no te inhibe de responsabilidad– tenemos el mundo convertido en una suerte de selva amazónica de la que es tan difícil salir como sencillo entrar.