Gonzalo Alonso
Un jurado musical típico
Cesare Vanoni llevaba ya tocando notas de violín unas ocho horas, las mismas que diariamente desde hacía una semana. Afortunadamente ya quedaba poco. Mañana, la final y, por fin, a casa. Estaba cansado. Cansado de notas, de indirectas, de hablar de los concursantes y de señoras insoportables, parejas de los patrocinadores. Y lo curioso es que había querido acudir al jurado y no sólo por los honorarios. Ahora pensaba que habría estado mejor en casa, a pesar del calor, a pesar de su mujer, con la que no se llevaba muy bien ya desde años e incluso con «i bimbi», que habrían vuelto del colegio y habría que bañarles y darles de cenar... Y pensando todo esto le entró sueño. Se despertó cuando se le cayó la cabeza al tiempo que sonaba una de las cadencias de Berio.
Hugo Pecunio escuchaba a la joven concursante con enfado real. Aquella chica de larga melena rubia y frágil apariencia, no sólo tenía encanto, sino que tocaba mucho mejor que su alumna. Ya sabía que su pupila no iba a obtener el primer premio, que ese era claro para el «diablo», pero las esperanzas de conseguir el segundo se le desvanecían. Había negociado y presionado cuanto pudo, hasta llegar a alguna discusión fuera de tono. Iba a dejar alguna herida abierta a cambio de nada. Empezaba a entrar en una profunda depresión. Hartmut Pfeiffer era un violinista con una carrera importante. Era joven y ya famoso y tanto su casa discográfica como su agente artístico todavía esperaban mucho de él. Y sin embargo ya no se sentía capaz de tocar. Aquel «diablo» tenía la culpa. Aquel imberbe de apenas veinte años que había tocado unas cadencias de Paganini que le habían sorprendido, pero lo peor había venido después. ¿Cómo le podía haber pasado eso a él? Llevaba meses tratando inútilmente de resolver aquel pasaje y ahora lo escuchaba sin poderlo creer. Era justo lo que él hubiera deseado hacer. Aquel chico tocaba como él nunca lo había hecho ni llegaría a hacerlo. Le sudaban las manos y el cerebro. Era un sudor frío. Tendría que retirarse o seguir tocando sabiendo que era una mediocridad. No, aunque fuera una mezquindad, el arte de aquel «diablo» no podía llegar al público. Ni un voto para él.
Charles Dubois era el presidente del jurado. Había aceptado por compromiso y nunca debió hacerlo. La Vedova, mujer de gran peso en la música, la que montaba todo aquello en honor al esposo músico desaparecido, tenía un recomendado –se decía que era que era algo más– al que quería dejar en muy buen puesto. Pero artísticamente no había por dónde cogerlo. ¿Qué hacer? «Una y no más», se dijo. Y los jurados votaron por éstas y otras razones. Y ganó una mediocridad que no había convencido a nadie pero cosechó puntos de todos.
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