Alfredo Semprún
Un «narcoavión» en la buena ruta, pero en mal momento
La Fuerza Aérea de Venezuela ha confirmado el derribo de un avión civil, sospechoso de transportar cocaína, que hizo caso omiso a la orden de aterrizar en un aeropuerto militar. La interceptación, probablemente a cargo de cazas de fabricación rusa Sukhoi, tuvo lugar sobre el mar, a escasas millas de la isla de Aruba, departamento autónomo de Países Bajos en las Antillas menores. De hecho, fueron las autoridades de Aruba las que dieron primero la noticia de los hechos y enviaron un helicóptero a la zona. Junto a algunos restos del aparato flotaban varios cadáveres y lo que parecían paquetes con cocaína. El «narcoavión», un birreactor «Learjet» con matrícula norteamericana, que puede ser falsa, había aterrizado el pasado jueves en una pista clandestina del estado venezolano de Apure, en Los Llanos. Un territorio que tiene la extensión de Castilla-La Mancha y la misma densidad de población que Soria. Hace larga frontera con Colombia, precisamente donde las FARC tienen las plantaciones de coca y los principales laboratorios para el procesamiento de la pasta base. Un terreno pantanoso, con amplias zonas de bosque tupido, por el que la droga circula sin grandes problemas de un lado a otro de la frontera. Las autoridades venezolanas aseguran que los narcos, que despegaron al día siguiente después de cargar, se dirigían por la ruta habitual hacia Centroamérica, cuando los interceptaron. Al parecer, el piloto buscó la ruta más directa hacia aguas internacionales, que es la de Aruba, pero sin éxito. Los pilotos del narco, ya se sabe, apuran hasta el final, pero suelen acabar cediendo. El procedimiento más habitual es que, una vez en tierra, las autoridades detengan a los tripulantes y quemen el avión y su cargamento sin contemplaciones. Pero en este caso, tal vez fiados de la alta velocidad de su birreactor, los narcos calcularon mal. No sólo la distancia a Aruba, sino el momento político. Porque Nicolás Maduro, el presidente venezolano, se enfrentaba esos días a la enésima crisis provocada por la deserción de un militar bolivariano, en este caso un tal Salazar, capitán de Infantería de Marina que había pertenecido a la escolta personal del fallecido Hugo Chávez. Salazar ha pedido asilo político en Washington, se ha acogido al programa de testigos protegidos y ha acusado al mismísimo presidente de la Asamblea de Venezuela, Diosdado Cabello, de ser el jefe de un cartel militar de tráfico de drogas denominado «Los soles», en referencia al distintivo de los grados en el uniforme bilivariano. De momento, las autoridades norteamericanas guardan silencio al respecto, pese a la gravedad de las supuestas acusaciones, que visan a la segunda autoridad institucional de un país soberano.
Cabello ha negado la mayor y Nicolás Maduro se ha tomado a pecho la defensa de su más cercano rival político, no vaya a ser que se le supongan aviesas intenciones. Que Venezuela tiene un problema de tráfico de drogas no es novedad, como tampoco lo es la vinculación del Gobierno bolivariano con la narcoguerrilla colombiana. Militares, policías, políticos e, incluso, jueces, se han visto relacionados con el narco a lo largo de los útimos años, aunque los procesos judiciales suelen acabar en el limbo. Pero de ahí a sostener una acusación formal contra Diosdado Cabello, va un trecho largo, que es el de la presentación de las pruebas de cargo. Item más, cuando ese tipo de acusaciones se han convertido en un arma arrojadiza habitual entre el Gobierno y la oposición de Venezuela, empeñados en echarse en cara supuestas financiaciones con dinero de los cárteles.
Pero a efectos de nuestra historia del avión se puede extraer una moraleja, ciertamente interesada: la de que conviene, a todos, incluidos los pilotos que trabajen el sector de la cocaína, mantenerse informados de los avatares de la política internacional. Hay que imaginarse la escena: «¿Narcos nosotros? Me tumban el primer avión que cruce». Pues eso.
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