Lucas Haurie

Un Nobel en la estantería

Debe ser una costumbre cuatrienal que coincide con los Mundiales de fútbol. Darle el Nobel de Literatura a un escritor que pueda estar en los modestos anaqueles de la gente normal, digo, del lector fatigado de mesilla de noche o del viajante que pasa más horas de las debidas en aeropuertos u hoteles. Se lo dieron en 2010 a Vargas Llosa, rey indiscutido de las letras en español, y en 2006 al fabuloso y nada fabulador Orhan Pamuk. La tradición viene del siglo pasado: Saramago reinó en el 98 con Zidane, a Octavio Paz lo galardonaron tras Italia 90, García Márquez compartió portadas con Naranjito y hasta en la despedida mexicana de Pelé se coló Solzhenitsyn, cuyo «Archipiélago Gulag» ya se horneaba en aquel 1970. De acuerdo en que no es un premio comercial el que se entrega cada otoño en el fastuoso ayuntamiento de Estocolmo, nuestro queridísimo Planeta sin ir más lejos, pero ya podían ser los señores académicos menos elevados en sus deliberaciones.

Patrick Modiano no es precisamente un novelista de kiosco pero ya era muy leído antes del aldabonazo de ayer. Ha ocurrido que el Nobel se lo han ido a dar a autores cuyas obras hubieron de traducirse apresuradamente al español para no perder el tirón de ventas de Navidad, lo que dice poco sobre la universalidad del premio tratándose de la segunda «lingua franca» del mundo. Para publicar una reseña decente, no había más remedio que llamar a Anson o fusilar la entrada de wikipedia. No será el caso este año porque su trilogía sobre la ocupación nazi de París destripó a mediados de los setenta el gran tabú de la Francia de posguerra y no existe persona sensible que haya dejado de estremecerse con los personajes de «Villa triste». Breve pero punzante como un bisturí, se terminó de consagrar hace poco, cuando su «En el café de la juventud perdida» redondeó ese estilo tan personal que la crítica no ha tenido más remedio que bautizar como «modianesco». A veces ocurre que hasta los académicos son acometidos por un ataque de lucidez.