Enrique López
Un Rey con valor de ley
El Rey Felipe VI nos ha vuelto a brindar un magnífico discurso con motivo del cuarenta aniversario de las elecciones de 1977, discurso que requiere una lectura sosegada, no sólo por su magnífica factura y acierto, sino por el espíritu de reconocimiento y agradecimiento que entraña a los que como su padre, el Rey Juan Carlos, pusieron todo su esfuerzo en conseguir y asentar nuestra democracia actual. Deseo destacar un párrafo – «Y porque fuera de la ley, nos enseña la historia, sólo hay arbitrariedad, imposición, inseguridad y, en último extremo, la negación misma de la libertad; pues como señala una antigua cita: «La libertad sigue siempre la misma suerte que las leyes: reina y perece con ellas»–; su Majestad utiliza esta cita de Rousseau en un momento en el que se discute y se cuestiona el valor de la ley, pretextando que la democracia en sí misma existe al margen de la aquella, y que su incumplimiento puede estar plenamente justificado evocando tan sólo a la democracia, eso sí, reducida a los intereses de algunos pocos. El respeto a la ley es lo único que puede asegurar el desarrollo pacífico de una democracia, de tal suerte que el estado de derecho, el principio de legalidad y el sometimiento de los ciudadanos y poderes públicos a la Constitución y resto del ordenamiento jurídico, son principios y condiciones básicas para asegurar no sólo el orden político y la convivencia pacífica, sino el respeto de la dignidad de la persona y de sus derechos fundamentales. El problema surge cuando se oyen discursos políticos que justifican el incumplimiento de la ley, proponiendo atajos para conseguir fines que se presentan como colectivos sobre la base de su propia y exclusiva voluntad. Este tipo de nuevos oráculos se creen investidos de unas dotes de interpretación y de efectiva hermeneusis de la opinión pública, y creen saber lo que quiere el pueblo en cada momento, y por ello proponen cambios eludiendo los procedimientos previstos para su estudio y aprobación, actualizando el concepto de revolución. Claro que hay y ha habido leyes injustas que deben ser cambiadas, pero ello, acudiendo a las reglas del juego establecidas previamente; en pleno siglo XX y en la cuna de la primera democracia moderna como es Estados Unidos, existían leyes injustas que generaban una aberrante segregación racial; estas leyes fueron superadas mediante una fuerte presión popular encauzada por el ejercicio de los derechos democráticos de expresión y manifestación, con decisiones de la Corte Suprema, y al final con su derogación, y todo ello, sin procesos revolucionarios, sino mediante una sana evolución democrática. Despierta preocupación ver cómo palabras tan acertadas como las de nuestro Rey, pueden generar en algunos tantas reservas mentales propias de una fiducia, donde se admite el principio de la legalidad hasta que les dé la gana. Esta situación ya se vivió en España en la última etapa de la Segunda República, donde como decía Ortega comenzó siendo una democracia de estado para convertirse en un ejercicio de la política ridículamente arcaico, «una democracia de gente charlando en la plazuela». Lo triste es que la charla transformó en un cruento y brutal enfrentamiento civil.
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