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Un tímido paso en la buena dirección
Después de varios meses de negociaciones, EE UU por fin ha aprobado la reforma fiscal de Donald Trump. Por un lado, las familias estadounidenses se beneficiarán de unos tipos impositivos algo más reducidos que los actuales, así como de unas deducciones personales algo más elevadas (12.000 dólares por contribuyente frente a los 10.650 actuales). Por otro, las compañías estadounidenses experimentarán una intensa rebaja en el tipo impositivo que castiga sus ganancias, que pasará desde el 35% al 21%
Como no podía ser de otro modo, tanto el Partido Demócrata como la izquierda europea se han lanzado en tromba a desacreditar la reducción impositiva: su ceguera ideológica les impide reconocer que una minoración de la tributación que pesa sobre familias y empresas contribuye a relanzar el crecimiento económico y, con ello, a mejorar la calidad de vida del conjunto de la población. A la postre, menores impuestos familiares incentivan a los ciudadanos a trabajar durante un mayor número de horas: si el Estado te roba un porcentaje menor de tus ingresos laborales, tenderás a querer trabajar más tiempo para aumentar esos ingresos. Y más tiempo de trabajo implica una mayor producción de bienes y servicios y, por tanto, una mayor riqueza. A su vez, menores impuestos empresariales suponen un mayor incentivo a invertir (Morgan Stanley estima que la inversión crecerá un 0,3% más cada año), lo que en última instancia contribuye a aumentar la productividad de los trabajadores y sus salarios.
En suma, menores impuestos es mayor prosperidad: algo que los partidarios del intervencionismo estatal jamás querrán reconocer. Ahora bien, que el posicionamiento de la izquierda estadounidense y europea con respecto a la reforma fiscal de Trump haya sido totalmente equivocado no significa que no puedan efectuarse críticas legítimas contra la misma. Primero, la rebaja impositiva es muy inferior a la inicialmente prometida por Trump durante la campaña electoral. En aquel momento, se comprometió a devolverles a los ciudadanos estadounidenses un mínimo de 5,5 billones de dólares durante la próxima década: finalmente, y con lo aprobado ayer por el Senado, esta cifra apenas alcanzará los 1,5 billones. Se trata de una reducción tributaria incluso menor a la que promovió George W. Bush entre 2001 y 2003.
Segundo, la rebaja impositiva no sólo es inferior a la prometida, sino que además tiene fecha de caducidad en la mayor parte de sus provisiones: el recorte tributario de las familias (no así el de las empresas) expirará automáticamente en 2025, salvo que por aquel entonces los legisladores se pongan de acuerdo para prorrogarlo. Trump anunció una reforma tributaria permanente, no provisional.
Por último, los dos vicios anteriores son consecuencia de un tercero: la Administración republicana no ha proyectado recortes del gasto público de suficiente cuantía para digerir la rebaja tributaria. Por ello, los menores impuestos se traducirán en mayores déficit públicos futuros: he ahí la razón de fondo por la que no se han disminuido más los impuestos y por la que se ha hecho de un modo mayoritariamente temporal. Todo lo cual, por cierto, debería llevarnos a recordar que tan importante como bajar impuestos es recortar el gasto. De lo que se trata, en última instancia, es de poner coto al desproporcionado tamaño y poder que los Estados modernos exhiben sobre nuestras sociedades y economías.
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