José Luis Alvite
Una hamaca en el Lido
Creo que si me fallase reiteradamente la inspiración para escribir y temiese seriamente por ella, en un intento desesperado por reconquistarla haría lo que Gustav Von Aschenbach hace en la novela de Thomas Mann: me instalaría en esa Venecia bella, estancada y mórbida y, reclinado en una hamaca, observaría cómo transcurre la belleza adolescente y precaria de alguien como ese Tadzio melancólico y afligido que representa una asfixiada bocanada de aire fresco en la febril atmósfera sanatorial de la ciudad sigilosamente azotada por el cólera. Luchino Visconti retrató a los personajes de la novela en una versión cinematográfica tan premiosa como el origen literario que la inspira, matizando el tono melancólico y decadente de Gustav Von Aschenbach con el recurso del famoso adagietto de la Quinta Sinfonía de Mahler, cuyos acordes acentúan sin duda el punto de estupor de las imágenes, el desencanto contemplativo de esa atmósfera en la que el aire del atardecer y el agua quieta del Lido veneciano se superponen en una especie de oleosa textura seborreica mientras los muchachos juegan en la arena con sus pies estancados en el sarro de un arenal que parece el resultado de haber amasado las sanitarias sacas del zotal con los esputos gomosos de una escupidera. Tiene «La muerte en Venecia» el encanto de algo que acaba mal en nombre de la belleza, el amargo aliciente de la historia de alguien que se resigna a ser el espectador paralizado de aquello que admira, incluso de aquello que ama, como sucede a partir de que en la mirada del protagonista se cruza ese hermoso muchachito polaco que representa en cierto modo la ingenuidad y la belleza, el sexo medicinal y aséptico de ese momento de la vida en el que todos fuimos como ese Tadzio de Thomas Mann que se mete en el agua pasmada del Lido y siente cómo despierta el puerperio de la lujuria en la porcelana bruñida de su pubertad.
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