Luis Suárez
Una maniobra de la Gestapo
Ahora que se está vertiendo tanta literatura en torno a las injerencias de los servicios secretos en la política de otras naciones, puede ser oportuno explicar algunos de los detalles que giran en torno a la ejecución, hace ahora setenta y tres años, de Luis Companys, que fuera presidente de la Generalidad y de otros dos políticos, Julián Zugazagoitia y Francisco Cruz Salido. Se trataba de cumplir sentencias de tribunales militares que aún seguían actuando como secuela de los odios de la Guerra Civil. No hace falta insistir mucho en la injusticia que esto significaba; las diferencias políticas no permiten a los historiadores prescindir de las lecciones que de los errores también se obtienen.
Pero detrás de este luctuoso acontecimiento se esconde una maniobra que es conveniente que la opinión pública conozca con detalle. En el verano de 1940, cuando Francia se hallaba sometida al poder alemán, los contactos mantenidos con altos dirigentes de Vichy permitieron a los servicios secretos alemanes comprobar que España había tomado la decisión de permanecer en una no beligerancia absoluta, acercándose además a Francia e Inglaterra.
Ante esta situación, que generó gran irritación de Hitler, la Gestapo meditó un plan insidioso pero muy hábil, que contó con la aprobación del «Führer»: mientras se preparaba el viaje de Serrano Suñer a Berlín y la entrevista que en octubre tendría lugar en Hendaya, comunicándose directamente la orden de entrar en guerra, se debía demostrar ante los aliados que Franco no era de fiar y seguía con sus represalias, como afirmaba la propaganda del otro bando. Para ello se escogerían unas personas exiliadas, políticos de relieve, que no pudiesen ser juzgados por crímenes, sino por actividades gubernamentales y hacer que fuesen condenadas a muerte. De este modo se pensaba convencer a Portugal e Inglaterra que la suavización era falsa. En este momento, Hitler ya había puesto su firma a la Operación Félix, concebida para enero, en fecha concreta.
Mientras se hacían los preparativos diplomáticos, la Gestapo detuvo a siete personas: Mera, militar de importancia en la defensa de Madrid, Carreras, Julián Zugazagoitia, vasco, Companys, Francisco Cruz Salido, Teodomiro Menéndez, el asturiano y Cipriano Rivas Cherif que era cuñado y secretario de don Manuel Azaña. Estas siete ejecuciones bastarían para derrumbar la propaganda favorable que, desde Lisboa, se estaba haciendo circular. Seguramente los servicios secretos españoles tenían conocimiento, al menos en parte, de este plan. En todo caso, es indudable que los gobernantes españoles se equivocaron en su conducta. Lo acertado hubiera sido entonces la clemencia, pero sin duda temieron que con ello se ganarían la hostilidad de la Abwhr y de todo el Partido Nacionalsocialista.
Se hizo la entrega. Cipriano Mera fue puesto en libertad sin cargos porque había desempeñado papel decisivo en la capitulación de Madrid, ahorrando numerosas vidas humanas. Pudo viajar fuera de España instalándose en Inglaterra. Pero los otros seis, conducidos ante tribunales militares, fueron condenados a muerte como los alemanes esperaban. Curiosamente, Serrano Suñer y Fernández Cuesta testimoniaron en favor de Teodomiro Menéndez, que con su conducta humanitaria había contribuido a salvar sus vidas. Una vez dictadas las sentencias, todo quedaba en manos de Franco: si guardaba silencio las condenas avanzarían hasta la ejecución. Pero en su calidad de jefe de Estado podía otorgar un indulto que libraba de la muerte y reducía además el tiempo de reclusión. Y aquí estuvo el error del que todo el Gobierno se hizo responsable, ya que era asunto que se pasaba a consulta. Optó por el término medio, mitad por mitad, ya que eran fuertes en este momento los partidarios del rigor, obedientes a la fuerte propaganda alemana. Se indultó a Teodomiro Menéndez, a Carreras y a Rivas Cherif, que pudieron también abandonar España para instalarse en América. Pero las sentencias de los otros tres se cumplieron. No se trataba de un mero gesto individual como los que durante la guerra fueran tan frecuentes, sino de un juicio militar con acusado y defensor, lo que hacía mucho más grave el error. La propaganda contra el Régimen, entre los aliados y también en países neutrales, pudo endurecerse y se pagaron después también las consecuencias. En relación con Companys debemos añadir otra nota. En el juicio no se tuvo en cuenta que personalmente el presidente de la Generalidad salvó la vida del arzobispo de Tarragona cuando era conducido a la muerte por los milicianos. Un gesto de humanidad que en estos momentos conviene sin duda destacar.
Estos episodios merecen ser recordados ahora, ya que nos permiten descubrir el perjuicio que personajes como Snowden, operando desde los servicios secretos que existen en todos los países como perentoria necesidad, pueden causar en las relaciones y conducta de los gobernantes. Las maniobras que, desde un conocimiento reservado de personas y sucesos, pueden montarse, entrañan siempre el riesgo de destruir las relaciones entre países. Haciéndolo de modo indirecto y hasta fraudulento. Al mismo tiempo, nos permiten aclarar los fondos torcidos que los totalitarismos son capaces de construir. Es cierto que a pesar de todo España pudo a la larga librarse de aquellas asechanzas entrando en el camino que poco a poco le llevaría a la evolución muy positiva gracias a haber escogido la opción del retorno a la Monarquía. Pero los políticos deben tener cuidado en no dejarse engañar. Y, especialmente, mantenerse fieles a aquella recomendación de Fernando el Católico a su pariente de Portugal: obrar en forma tal que el castigo sea cambiado por la misericordia. Los errores también resultan útiles, pues de ellos aprendemos lo mismo que de los aciertos.
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