Vacunas
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Un artículo que publicó ayer el «New York Times» espantará a cualquiera que no esté enganchado a la nana prehistórica de los antimodernos. Lo firma Peter J. Hotez, pediatra y director del Texas Children’s Hospital Center for Vaccine Development. Con números, no con amuletos o tótems, alerta de la inminente posibilidad de una epidemia de rubeola en EE UU. Una enfermedad que mata cada año a más de 100.000 niños en el mundo. Pues bien, resulta que por obra y gracia de los partidarios de la verbena conspiranoica, convencidos de que existe un contubernio entre las farmacéuticas, los galenos y los gobiernos para vacunar a granel, solo en Texas más de 45.000 niños han sido dispensados de vacunarse de rubeola durante el presente curso académico. Hablo de los que estudian en colegios públicos, porque en algunos privados la cifra de no vacunados sube hasta el asombroso porcentaje de 1 de cada tres. A nivel nacional hay nueve estados en los que menos de dos tercios de los niños entre 19 y 35 meses han recibido sus vacunas. Qué bien. Qué bonito que yo tenga todo el santo día a mi hijo con visitas al pediatra, martirizándole con las dichosas inyecciones, mientras el listo del vecino pasa de todo porque no sabes bien hasta qué punto nos engañan y la verdad, oye, está ahí fuera. En el caso de la rubeola, explica el pobre Hotez, «cuando el porcentaje de vacunados cae del 90/95% podemos comenzar a ver grandes brotes, como sucedió en los 50, cuando se contagiaron cuatro millones de americanos al año y 450 murieron». Cuestión de tiempo, pues, que, tras medio siglo de profilaxis contra los asesinos diminutos, responsables de la muerte de millones de infantes, alcancemos a celebrar su vuelta. Un resurgimiento relacionado con la suprema imbecilidad de considerar que las vacunas provocan autismo. Una marea irracional, anticientífica, que liga a la izquierda mágica, prerrománica o visigótica con la derecha selvática que tanto jalea al iletrado Trump. Dos polos en apariencia opuestos y, sin embargo, idénticos en su desconfianza de la ciencia, el trabajo de las élites intelectuales, el desarrollo, la civilización y demás zarandajas reactivas a la música de las cavernas y el canto primario, grosero y brujo, con el que nuestros queridos bárbaros pretenden devolvernos a Atapuerca. Entre tanto, el presidente ha declarado, por boca de sus colaboradores, que «estudia la posibilidad de crear una comisión que estudie el autismo». Lo dicen tras reconocer una reunión de Trump con Robert F. Kennedy, al que habría tanteado para presidirla. Un prenda, Kennedy, que en su día comparó las clínicas pediátricas con campos de concentración y la fantástica relación entre las vacunas y el autismo con el Holocausto. Se disculpó, no crean: «Empleé el término durante un discurso improvisado mientras trataba de encontrar una expresión que sintetizara la catastrófica tragedia del autismo, que ha destruido las vidas de más de 20 millones de niños y destrozado a sus familias». Yo, como Zavalita, ya solo me pregunto en qué momento se jodió todo.
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