OCDE

¡Viva la mediocridad!

La Razón
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Si algo llama la atención en los informes internacionales que realiza la OCDE para medir las competencias educativas es que, en España, el elemento dominante es la mediocridad. Da lo mismo si la evaluación se realiza entre los escolares, los universitarios o la población adulta: España es un país de gente mediocre en sus resultados educativos, tiene más o menos la misma proporción de retrasados que los demás y, por el contrario, apenas cuenta con una elite intelectual. Ello hace que nuestras puntuaciones promedio sean eso: mediocres, relativamente bajas y, en todo caso, impropias de un país desarrollado.

La mediocridad gusta en España, se huye de la excelencia y, sobre todo, se pugna porque el bajo nivel general no se note. Las elites intelectuales son menospreciadas, aunque también temidas, y se procura que no emerjan, que no puedan identificarse, que nadie destaque sobre los demás. Ahora, el oficiante mayor de la mediocridad no es otro que el ministro de Educación, don Íñigo Méndez de Vigo, de ilustre apellido compuesto, rodeado de una cohorte de acólitos autonómicos que ejercen sus mismas funciones en el ámbito regional.

Es un ministro advenedizo, llegado tras la dimisión del anterior, don José Ignacio Wert, forzado a marcharse justamente por haber pretendido sacar al país de su mediocridad educativa e intelectual. Wert diseñó así un sistema de incentivos para que los estudiantes se vieran forzados a lo suyo –o sea, a estudiar para sacar la nota exigible–, haciendo unas reválidas y también una prueba nacional, igual para todos, al final del Bachillerato. O sea, lo mismo que funciona en los países donde no hay tanto mediocre como en España. Y ahora, su sucesor, Méndez de Vigo, descafeína lo que Wert amarró legalmente para dar satisfacción a esa patulea de políticos regionales y de rectores universitarios que piensan que es mejor no remover el cotarro para que no se solivianten esa multitud de electores que han confundido el derecho a la educación con el derecho a que a mi niño le den un título de bachiller y luego otro universitario, eso sí, sin dar golpe. El viejo espíritu de Romanones, encarnado en Méndez de Vigo: «Hagan ustedes la ley y déjenme a mí los reglamentos».

En efecto, por la vía reglamentaria, las reválidas ya no van a servir para jerarquizar a los centros de enseñanza y, así, mejorar su gestión y estimular a sus profesores. Por la vía reglamentaria, también, la prueba del Bachillerato ya no será la misma para todos los estudiantes –pues en cada región tendrán la suya–, ya no consistirá en un test de indiscutible corrección y, además, sustituirá a la prueba de acceso a la Universidad porque los rectores han pactado renunciar a realizar la que les corresponde. Y aquí paz y después gloria. El PP ha renunciado definitivamente a sacar al sistema educativo de la mediocridad, mientras resuena aquel popular «¡Vivan las caenas!» decimonónico que dio al traste con el Estado liberal. Amén y ¡viva España!