Ángela Vallvey
¿Vuelve el «jaco»?
Decía Ambrose Bierce que los narcóticos son una puerta abierta en la cárcel de la identidad, pero que da al patio de la prisión. Se droga quien detesta la realidad, quien vive aprisionado por el mundo y, en su afán de evasión, acaba con los huesos en el sitio más pequeño y claustrofóbico de la Tierra: su propio infierno. Finales de los años 70 y 80: España dejaba atrás su pasado franquista y se lanzaba ansiosa sobre una codiciada modernidad que, en sus ínfulas de liberación, anegó de droga mala y barata las ciudades y metió la heroína –el escalofriante «caballo»– en la vena de una generación de jóvenes. Malogrados por aquella plaga que extendió el sida, la inseguridad ciudadana y la desolación en tantas familias que acabaron desestructuradas, aniquiladas por el drama insuperable de la heroína. El «jaco», depresor del sistema nervioso central, es la droga más adictiva que se conoce. Un opiáceo despiadado, irresistible, vandálico. Hace yonquis desahuciados con sólo penetrar en su sangre. Encharca las arterias de apetitos de muerte. Un naturalismo toxicómano se extendió por la música –jóvenes talentos brillaban y morían con la aguja colgando del brazo–; las costras de los pinchazos delataban a los yonquis artistas. Tuve una amiga –preciosa, lista, sensible– que se pinchaba en las plantas de los pies para que sus padres no se dieran cuenta de que estaba descosiendo su vida con una aguja hipodérmica usada. No cumplió veinte años. Pocos de los yonquis de entonces han logrado sobrevivir. Ahora, el actor Philip Seymour Hoffman, de 46 años, ha muerto a causa de la heroína. Afganistán la produce cada día más barata y pura. A sus cultivadores afganos les encanta pensar que con ella contribuyen a descomponer Occidente. ¿El «caballo» regresa? Su jinete sigue siendo, igual que entonces, el horror.
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