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¿Y antes de los móviles?
Ante esa epidemia de nemofobia, o lo que es lo mismo, adicción al teléfono, me he puesto a repasar con nostalgia todas esas cosas que, los que tenemos ya una edad, hacíamos antes de ser dependientes de los «smartphones». Para empezar, solíamos hablar entre nosotros. Por teléfono y cuando compartíamos espacio; además nos esforzábamos por aprendernos aquello que queríamos contar, porque una vez que salíamos de casa, no teníamos dónde buscarlo. No pretendíamos saber qué hacían ni el lugar en el que se encontraban los que queríamos durante las 24 horas del día y de vez en cuando, con mayor o menor fortuna, nos sorprendían las visitas inesperadas. Guardábamos en la retina, como un tesoro, los paisajes que descubríamos y nos reíamos de los japoneses y su inefable interés por fotografiar la vida en vez de vivirla. Pero sobre todo, cuando viajábamos en metro, en autobús, en tren, en barco o en avión, leíamos libros, nos escapábamos entre líneas a mundos de ficción o a pensamientos encuadernados que nos procuraban una felicidad difícil de igualar. Ahora leemos también, los que leemos, pero todos, incluso nosotros, mucho menos, atrapados como estamos en las pantallas de nuestros pequeños dictadores: los teléfonos portátiles. Ellos nos exigen atención cada pocos minutos si no queremos sentirnos solos. Pero ¿acaso no nos hemos dado cuenta de que no hay nada peor que nos roben la soledad y no nos den compañía? Los móviles nos han vuelto más frágiles e inseguros. «Si la batería del móvil te dura más de un día es porque nadie te quiere». Lo he leído hoy en internet. Lo juro. Y lo peor es que son muchos los que lo creen.
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