Estados Unidos

Yo, y usted, matamos a Kennedy

La Razón
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Joseph Uscinski ha escrito mucho y bien sobre conspiraciones. Ya saben, cuentos para alertar a los niños y liquidar en cuatro exabruptos los vientos de la historia. No conviene subestimarlos, pues «Las encuestas dicen que todos los estadounidenses creen, al menos, en una teoría conspirativa». La lista de Uscinski para Politico es larga y salpica. Por regla general los políticos sensatos hicieron caso omiso. Cuando el delirio infectó los nódulos del poder sufrimos estragos. Van de las adolescentes condenadas a la hoguera por brujería al internamiento en campos de concentración de americanos de origen japonés durante la Segunda Guerra Mundial al Mccarthismo. Dice Uscinski que en 2016 hemos asistido a una espantosa floración de paranoias y pasa a desgranarlas. El gran propagador de mierda ha sido y es Donald Trump. Acusó a Obama de haber nacido fuera de EE UU. Afirmó que era musulmán. Ahora lo sitúa cercano, por acción u omisión, al terrorismo yihadista. Trump también sostiene que la mayoría de los inmigrantes ilegales se entrega a una vida de molicie y crimen (falso de toda falsedad en base a las estadísticas del Departamento de Estado y el FBI), que el padre del senador Ted Cruz, su rival en las primarias, podría haber participado en el conciliábulo para asesinar a Kennedy, etc. No está sólo. También Bernie Sanders y la senadora Elizabeth Warren son aficionados a denunciar francachelas, conchabanzas, confabulaciones y otras maniobras orquestales en la oscuridad. Para los líderes de la izquierda yeyé no existe mayor gloria que gesticular mientras aseguran que el sistema político malvive secuestrado por Wall Street. Incluso Hillary Clinton, de natural sensata, gusta de explicar sus frecuentes tropiezos no en base a su infalible capacidad para meterse en líos sino, ay, sobre un hipotético y demoniaco plan de todas las derechas para hostigarla desde los días del caso Lewinsky. Uno ya imagina las ganas que le tienen, las repugnantes acrobacias a las que están dispuestos con tal de acabar con ella, y conviene escuchar ciertas radios y ver ciertos programas de televisión USA para entender el mundo de indigencia intelectual y leprosería ética y estética donde respiran. Pero dudo mucho que esos periodistas dediquen sus días a enviar correos electrónicos clasificados como confidenciales desde el e-mail privado de la augusta señora. Con todo, la principal aportación de Uscinski, descontados los casos prácticos enumerados, pasa por la idea de que cuanto más outsider y marginal sea un candidato, cuanto más farde de ir contra la casta, más posibilidades de que inyecte a sus argumentos un agrio cóctel de tópicos, sospechas tóxicas. Exasperadas memeces que encuentran su mejor caldo de cultivo en las pozas de internet y los abrevaderos del twitter. Es razonable que los candidatos del «pueblo», escrito y escupido en su peor acepción, brinden con los materiales que ese buen «pueblo» tuitea, en un ciclo de rumores aupados al debate público a base de clicks inmundos. Ese viscoso énfasis en una espontaneidad que tiene de sincera lo que Trump de sapiencia, estilo y gallardía.