Alfonso Ussía

Zorrilla

La Razón
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Aunque duela a muchos, las dos obras teatrales más representadas en la historia del teatro español son «La Venganza de Don Mendo» de don Pedro Muñoz-Seca –mi señor abuelo–, y el «Tenorio» de don José Zorrilla, infinitamente mejor construida y llevada que «El Burlador de Sevilla» de don Tirso de Molina. Zorrilla, de quien se cumplen dos siglos desde su nacimiento, tenía el donaire natural de la gracia. La llegada del Comendador Ulloa a la «Hostería del Laurel» se produce con un diálogo en octosílabos que es un alarde de concisión y gracia. –¿La Hostería del Laurel?–/ –En ella estáis, caballero–;/ –¿está en casa el hostelero?–; –estáis hablando con él–.

El doctor Marañón no creía en la pujante masculinidad de don Juan Tenorio. Escribió que se enamoraba de las mujeres como un recluta, y que su prosmiscuidad exagerada ocultaba rasgos de feminidad. En resumen, que para don Gregorio, en cuya época no se sometía la literatura a lo políticamente correcto, Don Juan Tenorio, coleccionista de mujeres, era bastante maricón. Muñoz-Seca, en su comedia «La Plasmatoria», resucita al Tenorio mediante un ingenio que rescata de los ayeres a los muertos, y Don Juan Tenorio se planta en el siglo XX. Se adelanta en el escenario y pregunta al público: –¿Dónde vive Marañón?–. Enamorarse como un recluta nada tiene de sospechoso. Hacerlo con tanta facilidad un día sí y otro también, resulta como poco, confuso. El gran Camilo José Cela, usó de la fuerza y limpieza del amor juvenil cuando le reveló a su mujer, Rosario Conde, que había enloquecido por Marina Castaño. –Rosario, me he enamorado como un cadete de Infantería–.

Pero en Don Juan Tenorio algo falla, y no son los muelles. Falla la hombría de la seducción propia. Don Juan – al menos en la comedia de Zorrilla–, seduce siempre con ayudantes, que son los auténticos seductores. Ciutti, su criado, y doña Brígida, a la que el comendador Ulloa encarga el cuidado y la pureza de doña Inés. Cuando Don Juan se hace con los amores de la novia de su rival, don Luis Mejía, en la víspera de su matrimonio, ha enviado previamente al hogar de doña Ana de Pantoja a Ciutti, que convence a la criada de doña Ana, Lucía, para que reciba a Don Juan. Don Luis Mejía pierde la batalla, y manda a las tinieblas a su prometida. –Imposible la hais dejado/ para vos y para mí–.

Don Juan no secuestra a doña Inés del convento. Doña Inés se entrega gracias a la magistral lectura que doña Brígida culmina de la carta de Don Juan. «Luz de donde el sol la toma/ hermosísima paloma/ privada de libertad,/ si os dignáis por estas letras/ pasar vuestros lindos ojos,/ no los tornéis con enojos/ sin concluir; acabad». Cuando la Dueña recita los últimos versos de la carta tenoria, doña Inés no sólo está seducida, sino más caliente que una fragua o el motor de un «Seiscientos» en una cuneta del puerto del Escudo. «Y si odias esa clausura/ que ser tu sepulcro, debe,/ manda, que a todo se atreve/ por tu hermosura, Don Juan». Sin la voz de Brígida, sin el dominio de sus tonos, la carta podría haber resbalado sobre la piel de doña Inés. Pero Brígida, que conoce a su pupila, sabe encender sus deseos y provocar sus volcanes. Ella es, y no don Juan, la que adorna y dora las palabras del seductor sevillano para que doña Inés caiga rendida, desmayada de amores, y rompa con el yugo de sus pasiones detenidas. En esos momentos, lo que piense su padre, el Comendador, le importa un pliegue de sus segundas enaguas. Don Juan ha vencido gracias a Brígida, como después lo haría con doña Ana de Pantoja con la colaboración del deslenguado Ciutti y la moneda de oro que empuña con fuerza en su mano, Lucía, la criada.

En nuestros tiempos, Don Juan Tenorio sería un chisgarabís incapaz de conseguir nada por sí sólo, o el típico solterón de más de cincuenta años que merienda con su madre en «Embassy» y baila con ella en las bodas. Marañón tenía razón. Y don José Zorrilla, el poeta del romanticismo, un descomunal talento literario.