Tribuna
La corrupción, los servicios
La corrupción ya instalada en la época Rajoy, agravada y generalizada en lo económico por el sanchismo y convertida además en política también vuelve a manifestar fuertemente el mal funcionamiento de los servicios públicos
Hablábamos la semana pasada del «enjambre». Vivimos en una sociedad en la que la multiplicidad de canales de información, la velocidad de los datos, su inmensa cantidad y la inmediatez de estos, producen, entre otros, el efecto de un atasco mental, una especie de Alzheimer colectivo; equivalente a una pérdida de memoria de los hechos del pasado inmediato, que nos impide conocer la verdad.
No podemos olvidar que la información es contingente, se refiere a hechos y acontecimientos temporales. La verdad es permanente, no cambia es única. Para no repetir los errores de la historia hay que conocer la verdad de lo acontecido, no el múltiple relato de los hechos, todos ellos elaborados por los ideólogos.
La corrupción del Partido Socialista en el poder está repitiendo algo que ya sucedió en la última fase del Gobierno de Felipe González de la que nadie parece saber nada. Durante la última etapa 1993-1996, los casos Filesa, Matesa, Roldán, «Fondos reservados», Ibercorp, AVE Madrid-Sevilla, Gal, y tantos otros, generó también el mal funcionamiento de los servicios públicos, que fue uno de los elementos que contribuyó al desgaste político del PSOE amen de la pérdida de confianza ciudadana en el Gobierno.
Anteriormente habían liderado una etapa inicial de expansión del Estado del bienestar en los años 80, pero los últimos años estuvieron marcados por un alto nivel de deterioro de los servicios públicos: aumento de listas de espera en la sanidad, mal funcionamiento de las telecomunicaciones particularmente telefónicas, lentitud en la construcción y mejora de las infraestructuras educativas, problemas en el mantenimiento y saturación en las redes de transporte y servicios urbanos, suspensión general de las grandes Obras Públicas, ferroviarias, hidráulicas, energéticas, etcétera.
El problema es que todo esto generó una crisis de confianza en la administración pública, que se percibía ineficiente y corrupta. La sensación era que el aparato estatal no respondía a las demandas ciudadanas, y el Gobierno estaba muy alejado de los problemas reales de la gente. Nuestra joven democracia sufrió un fuerte deterioro, porque al final quien lo paga es el Estado. Durante la eficaz administración posterior de Aznar volvió a recuperarse la confianza y se puso freno al deterioro del Estado.
Ahora vuelve a suceder lo mismo, pero muy agravado. La corrupción ya instalada en la época Rajoy, agravada y generalizada en lo económico por el sanchismo y convertida además en política –«la venta de lo que sea a cambio de votos para mantenerse en el poder»– también vuelve a manifestar fuertemente el mal funcionamiento de los servicios públicos.
El apagón eléctrico, un servicio público esencial para la vida cuya continuidad debe garantizar el Estado (cinco muertos). El mal funcionamiento de las líneas férreas, cuyo funcionamiento debe garantizar el Estado (miles de pérdidas y desastre en los viajeros). Caos en los aeropuertos. El exceso de burocracia y regulación administrativa en general. El abandono y la picaresca en las emergencias catastróficas durante la COVID, Dana, etcétera. Todo esto afecta al mundo de las cosas, de la realidad cotidiana. Aquello que de verdad importa a la gente ciudadana.
La peor noticia es que cuando el sistema público falla en la provisión real de los servicios, se alimenta la narrativa del «Estado fallido». Ello fomenta el populismo emocional en sentido negativo, el derrotismo, la desconfianza en las Instituciones y en la política misma, el antiparlamentarismo, a medio plazo la polarización y al final, la división: «Nosotros somos la gente, ellos los corruptos, el sistema, luego hay que acabar con él».
En otro tiempo, esta situación daba lugar a la reacción, incluso a la revolución; en la sociedad del enjambre –nos dice Chul Han– casi nadie reacciona, las redes sociales escupen su ruido digital, el debate racional y argumentado de la democracia se sustituye por la reacción instantánea que no constituye comunidad política. Se culpa al sistema. El régimen al que se culpa es la democracia misma, en nuestro caso el nacido en 1978, al que quieren liquidar. El proceso nació el 15-M, continuó con Podemos y cristalizó en el gobierno de coalición progresista y el posterior pacto con los independentistas vascos y catalanes de 2019. ¿Progresó hacia dónde… el colapso del sistema? Eso sí que es un enjambre.
Jesús Trillo-Figueroa Martínez-Condees abogado del Estado y escritor.