Quisicosas

Cuando yo no sea yo, ámame

A veces el yo respira simplemente a través de los gestos de los que nos aman

Pocos hombres son capaces de engatusar a su propio cerebro. El matemático John Nash se hizo casi más famoso por el pulso con su esquizofrenia paranoide que por el premio Nobel. Se empeñó en deslindar delirio y realidad y acabó aprendiendo a despreciar sus alucinaciones. He sido testigo dos veces de esta batalla impresionante. La primera vez, cuando entrevisté al brillantísimo Pablo Pineda, un hombre con síndrome de Down que ha estudiado en la universidad. Pablo vive la paradoja de una discapacidad y una mente privilegiada. Sabe que no es objetivo con las emociones, por ejemplo, y te cuenta cómo ha de tener cuidado con las películas porque se echa a llorar «por mi síndrome down».

Ahora he vuelto a sentir esa desconcertante admiración por la autoconciencia al conocer a la actriz Carme Elías, que acaba de publicar un libro sobre la evolución de su propio alzheímer y se interrumpe cuando conversa porque le falta alguna palabra o trastabilla porque ha olvidado lo que le preguntaste. Carme llama «Al» a la enfermedad que se va «comiendo trozos de su propio cerebro» y que acabará aislándola. Esta mujer bella de 72 años comenzó por experimentar un raro pánico escénico y acabó por olvidar los papeles. A pesar de ello pasea, cocina y promociona esta primavera el texto: «Cuando yo ya no sea yo». Me ha llenado de tristeza que pida su propia muerte y solicite que su familia le aplique la eutanasia cuando los deje de reconocer. Lo razona explicando que no merece la pena vivir sin la propia identidad. Desde que hablé con ella vengo dándole vueltas a lo que sea el yo. Me pregunto si un paralítico cerebral es o no él mismo. O si lo era Nash en pleno delirio, cuando estaba convencido de que los alienígenas le enviaban mensajes a través de los periódicos. Al fin he consultado con un amigo que ha cuidado a su madre hasta la muerte, justo con alzheímer. Este hombre ejemplar se ha quedado pensando sobre el título de Elías y me ha contestado que el yo es un misterio, que su madre, completamente ausente, seguía conservando la mirada de compasión hacia los ancianos y los niños, «tan suya». Al parecer, seguía siendo ella misma sin conocer. Después, una de mis mejores amigas me ha hablado de su madre demenciada: «Ella no sabe cómo se llama, pero, Cristina –ha enfatizado– yo sí lo sé». A veces el yo respira simplemente a través de los gestos de los que nos aman. Creemos erradamente que el yo es independencia y es, simplemente, el gesto de amor de Otro.