El desafío independentista
Alemania, obligada a hacer justicia
La misma perplejidad que embarga al ciudadano común español ante la resolución del tribunal del estado alemán de Schleswig-Holstein, por la que rechaza la imputación del delito de rebelión al ex presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, es la que sienten los fiscales alemanes que, una vez más, van a reiterar la demanda de extradición, asumiendo como propias las tesis de nuestro Tribunal Supremo contenidas en el auto de procesamiento de los implicados en la intentona golpista de octubre. Sostienen los fiscales germanos, y parece una verdad de Perogrullo, que el hecho de que el Estado español no claudicara ante el golpe separatista no significa la ausencia del delito, puesto que, siguiendo el razonamiento, si el designio de los delincuentes se hubiera cumplido, ya nada podrían haber opuesto las instituciones nacionales para reconducir la situación. Podríamos añadir, incluso, que los delitos cometidos en grado de frustración tienen su correspondiente traducción en los códigos penales de Alemania y España, y que, en el caso que nos ocupa, existe una figura delictiva en el código germano, en su artículo 83, que condena a «quienes preparen una determinada operación de alta traición contra el Estado Federal», como es la secesión de una parte de su territorio, en el que no se contempla para su determinación ni el uso de la violencia ni las amenazas de ejercerla. Dicho de otra forma, los magistrados del alto tribunal de Schleswig-Holstein deben obrar de acuerdo a unas premisas jurídicas que se nos escapan, puesto que nadie en su sano juicio, alemán o español, puede entender que no tengan reproche penal las acciones positivas, reiteradas, hechas con publicidad y mediante el uso de los instrumentos del Estado encaminadas a romper la unidad territorial de un país con desprecio a su orden constitucional y a la soberanía popular en la que se sustenta. Es evidente, y tenemos muy cerca el precedente belga, que subsisten en ciertas mentalidades europeas los prejuicios decimonónicos y el imaginario que divide a los países en buenas y malas democracias, aunque entre las presuntamente primeras, caso de Bélgica, sus Fuerzas de Seguridad sigan disparando a ciegas contra furgonetas de inmigrantes ilegales, incluso con resultado de muerte de una niña de cinco años, sin que nadie se eche las manos a la cabeza. Pero extraña aún más que sea, precisamente, en Alemania donde pervivan esos tópicos que acaban por reducir a una foto fija, en el blanco y negro del prejuicio, la realidad de los otros. Cabría reclamar al Gobierno español una mayor pedagogía en nuestra proyección al exterior o, al menos, un refuerzo de los medios diplomáticos y culturales que contrarresten casi una década de la incansable propaganda emitida por el nacionalismo catalán, pero, a efectos de lo que nos ocupa, lo cierto es que estamos a merced de una decisión de unos jueces alemanes que, como los españoles, son independientes por definición. Habrá, pues, que confiar en que la nueva petición de extradición que prepara la Fiscalía germana tenga éxito y se resuelva la entrega del fugado Carles Puigdemont a la Justicia española. Pero, en cualquier caso, y visto lo visto, el Gobierno español, cuyo peso en el seno de la Unión Europea nadie debería despreciar, tiene la obligación de plantear en el seno de las instituciones de Bruselas si los presupuestos jurídicos que conformaron las nuevas euroórdenes de detención y entrega, basados en el reconocimiento de la legitimidad y competencia de los sistemas judiciales nacionales, no están siendo vulnerados por algunos jueces que pretenden erigirse en juzgadores de causas ajenas. No se trata de forzar la mano a la Justicia, sino de reclamar el respeto a las actuaciones judiciales de un país, como España, con plenas garantías en el proceso penal.
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