El desafío independentista

Dignidad de la Monarquía en Cataluña

No hace falta buscar en la historia milenaria para encontrar los lazos que unen a Cataluña con la institución monárquica. Es más pedagógico recordar un hecho de nuestro pasado más reciente y que supuso la restitución de las instituciones de autogobierno. La restauración de la Generalitat en octubre de 1977 –antes, incluso, de que España tuviese una Constitución– y la vuelta de su presidente en el exilio, Josep Tarradellas, fue el injerto de una institución de raíz republicana en la nueva Monarquía parlamentaria. Una operación de altura que funcionó y, tal y como Adolfo Suárez y Juan Carlos I supieron ver, la Transición no saldría adelante si Cataluña no recuperaba la Generalitat. Olvidar esta historia, por lo tanto, no sólo alimenta la ignorancia de los bárbaros que andan incendiando las calles de Barcelona estos días y de aquellos que con un confortable paternalismo les comprenden, sino de esa clase política que ha vivido a costa de la Generalitat, incapaz de entender el sentido de la historia: Cataluña ha alcanzado sus mayores cotas de autogobierno –la más alta de un país europeo– con esta Monarquía que ahora encabeza Felipe VI. Por esta razón, la situación que vivieron ayer en Barcelona los Reyes y sus hijas es la demostración de la absoluta degradación política e institucional que vive Cataluña. Por encima quedaron las palabras de un gran discurso del Rey y la pureza de una Infanta Leonor que, en catalán, habló de que «Cataluña siempre ocupará un lugar en mi corazón». Unos miles de personas a las puertas del Palacio de Congresos impusieron su ley, legitimados por creerse una representación del pueblo de Cataluña a los que se les ha otorgado el derecho de impedir que se celebrase la entrega de los Premios de la Fundación Princesa de Girona. Pero no pudieron impedirlo. Don Felipe fue claro en su discurso y su posición fue inequívocamente en defensa de la legalidad democrática, cuando dijo que en Cataluña «hoy no pueden tener cabida ni la violencia ni la intolerancia». Pero, efectivamente, la presencia del Rey ayer fue en sí mismo un mensaje, porque no se puede renunciar a las «libertades de los hombres». Pero incluso por encima de este hecho está la demoledora imagen que explica esta situación anómala: que la máxima representación del Estado se vea obligada a que durante su estancia en Barcelona deba estar prácticamente recluida en el hotel donde se hospeda, sin capacidad de movimiento y de desarrollar una agenda con normalidad. Los Premios debían entregarse, como es lógico, en Girona, pero el boicot y la imposibilidad de disponer de un espacio idóneo para esta ceremonia, les ha obligado a trasladarse a Barcelona. El presidente de la Generalitat no ha asistido, ni ninguna representación, ni tampoco la alcaldesa de Barcelona, que delegó en el socialista Jaume Collboni, su socio, que aceptó el encargo sin denunciar la deslealtad de Ada Colau. Ayer se echó en falta a muchos líderes catalanes, político, sociales y económicos, porque era de justicia tomar la palabra en defensa de Monarquía por su papel fundamental en la restitución de la Generalitat, pero el silencio se ha instaurado muy cómodamente en Cataluña. Ahora estamos viendo las consecuencias. El independentismo ha situado a Don Felipe como objetivo prioritario por un gesto que considera imperdonable: su discurso del 3 de octubre de 2017 fue una defensa de la legalidad democrática, de la unidad territorial de España y de la Constitución frente a un ataque sin precedentes dirigido desde la Generalitat. Pensar que el Rey debía mantener una posición equidistante es no comprender lo que nos estamos jugando. Entre la Constitución y aquellos que querían liquidarla, no había otro camino. El acto de ayer pudo celebrarse, a pesar del acoso, y fue un ejemplo de la dignidad y compromiso de Felipe VI con España y Cataluña. Las palabras de la Princesa Leonor, en catalán en su mayoría, fueron un alivio ante tanta barbarie.