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El «cuanto peor, mejor» de Mas

La Razón
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La gran incógnita del «preacuerdo» o «última propuesta», –ni en este caso se ponen de acuerdo– entre Junts pel Sí –la coalición que agrupa a Convengència, ERC e izquierdistas que buscan su lugar en el ecosistema independentista– y los anticapitalistas de la CUP es por qué insisten en mantener a Artur Mas como candidato a la presidencia de la Generalitat. Es evidente que a estas alturas es un estorbo para las aspiraciones del bloque separatista. No suma ni un voto. En primer lugar, porque ha conseguido que su partido, ahora en vías de extinción, sea la cuarta fuerza política en Cataluña y con serias probabilidades de acabar convertido –ahora sí– en una gestoría para administrar su cuota de poder, fuertemente enraizada en el territorio. En segundo lugar, porque Mas empieza a dar pistas de que su continuidad tiene que ver más con el desenlace de la cada vez más extensa red de corrupción del clan Pujol. Pero en las negociaciones entre JxS y la CUP su nombre sigue como posible candidato, aunque desdibujado por atribuciones que pueden ser delegadas en el «primer consejero» y vicepresidentes, según el documento que ha servido de base para conseguir el apoyo de la coalición antisistema en la investidura de Mas. Aunque el supuesto «preacuerdo» está todavía en al aire porque tiene que ser aprobado este domingo por una asamblea de militantes de la CUP. El anunció ayer de que ambas partes habían alcanzado un mínimo consenso tuvo mucho de escenificación teatral, ya que todo hace pensar que las bases para la investidura de Mas ya estaban acordadas, pero se han querido hacer públicas tras las elecciones generales, por un doble motivo. El primero, en un momento en el que no hay gobierno de la nación y la composición de éste se hace cada vez más complicada. El segundo, porque la debilidad de Mas tras perder en las legislativas la mitad de los diputados que tenía CiU (de 16 a 8 y sin poder formar grupo parlamentario propio) es absoluta, una mercancía averiada que puede ser sacrificada en cualquier momento, de ahí que hablen de que presidirá un «gobierno de transición». El bloque independentista sale seriamente debilitado y es necesario cerrar un acuerdo. En cuanto al contenido de éste, se trata de un programa cuya aplicación no es que sea inviable, sino que degrada la presidencia de la Generalitat y las instituciones de autogobierno, de las que se hace un uso desleal en la elaboración de leyes de «desconexión de España». Este nuevo programa contradice la política que CiU ha aplicado en las últimas legislaturas y modifica aspectos tan claros para los nacionalistas conservadores como la fiscalidad (con nuevos impuestos sobre el medio ambiente y otros para sufragar gastos sociales), volver al sistema público de Sanidad (dejar el privado, por el que tanto trabajó Mas), revertir la privatización de Aguas Ter-Llobregat y poner en marcha un «plan de choque social» de 270 millones de euros, del que no se dice de qué presupuesto saldrá. No importa. El contrato que JxP y la CUP pueden firmar tiene una fecha de caducidad después de los 18 meses que durará el proceso de independencia. Nada nuevo que no conociésemos y que no estuviese incluido en la declaración de independencia del pasado 9 de noviembre. Al independentismo catalán le interesa –y se siente cómodo– en el interinaje que las elecciones del 27-D nos ha dejado, no por sus posibilidades de influir en el Congreso, sino precisamente por lo contrario, por convertirse en una fuerza reactiva e imposibilitada para llegar a acuerdos con los que fueron sus socios (PP o PSOE) y abocada al aislamiento. Esperemos que no suceda con el conjunto de Cataluña. Si creen que un gobierno izquierdista-independentista reconocería el derecho de autodeterminación, se equivocan mientras se sostenga un acuerdo nacional entre las fuerzas constitucionalistas. De momento, sólo les queda el «cuanto peor, mejor».