Gobierno de España
El Rey, ejemplo de sentido de Estado
Si la sesión parlamentaria de ayer sirviera como termómetro del ánimo político, mucho nos tememos que los ciudadanos, que no querían ir a unas nuevas elecciones, van a asistir a una repetición del espectáculo bronco, del todos contra todos y de la prevalencia de los propios intereses partidistas sobre el provecho general que viene caracterizando la actuación de los partidos políticos españoles desde hace ya demasiado tiempo. Que España salga a convocatoria electoral por año, récord inédito en el concierto internacional, no sólo no dice mucho de la capacidad de sus representantes electos, sino que revela una preocupante disociación entre lo que desea el cuerpo social y lo que busca la clase política. Por fortuna, las grandes instituciones nacionales, con la jefatura del Estado a la cabeza, desempeñan sus funciones ejemplarmente, mantienen los consensos básicos de una democracia avanzada como es la nuestra e impiden que la parálisis política dañe irremediablemente al conjunto de la Nación. En este sentido, que Sus Majestades hayan decidido mantener su agenda de trabajo, incluida la exterior, al contrario de lo que sucedió en 2016, demuestra que la vida pública no se detiene, pero también, y es grave, puede interpretarse como un deseo de alejamiento, siquiera muy medido, de la primera institución del Estado de la trifulca de unos partidos que, conviene no olvidarlo, no han tenido el menor empacho a la hora de intentar mezclar a la Monarquía, neutral por definición constitucional, en sus querellas y maniobras. Que no lo hayan conseguido va, por supuesto, en el haber del Rey, pero no exonera de responsabilidad a unos líderes políticos incapaces de mantener las formas con tal de imponer su exclusiva versión de los hechos, es decir, lo que ahora se conoce como «relato». Hecho este planteamiento, que responde a la realidad de una sociedad madura, encarnada en la Monarquía parlamentaria y que, pese a todo, trata de seguir progresando y hace frente a sus deberes, seríamos injustos si atribuyéramos idéntica responsabilidad a los diferentes actores políticos, aunque sólo sea porque los resultados electorales de los pasados comicios de abril establecieron una relación de fuerzas determinante a la hora de construir las mayorías de Gobierno. Es evidente que el peso del juego recaía sobre el praesidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez, a quien, pese a su campaña exculpatoria, no le han faltado opciones de negociación para obtener el necesario respaldo a su investidura, como bien ha explicado el presidente del Partido Popular, Pablo Casado, señalando hasta cuatro vías posibles de acuerdo, que el líder socialista no quiso o no supo explorar. Puede Sánchez alegar todas las excusas que quiera, pero ni siquiera cabe en su disculpa el comportamiento inexplicable de un líder que se reclama de centro, como es Albert Rivera, al parecer, más atento a los réditos del marketing electoral que a tratar de articular una opción de Gobierno que diera estabilidad a la Nación y que no pasara por entregar la economía a un partido radical de izquierdas. En cualquier caso, el resultado es que los españoles se ven obligados a volver a las urnas por cuarta vez en cuatro años, pero sin garantías de que se produzca un resultado que, por sí mismo, le de el trabajo hecho a los políticos. Y si bien no queremos caer en angelismos, sí podemos reclamar que la campaña electoral que se avecina no se enfangue en los mismos terrenos de confrontación y demagogia a los que venimos asistiendo, aunque sólo sea porque lo aconseja el hastío de los ciudadanos. Pablo Casado afirmó ayer que pretende una campaña de propuestas, alejada de la riña en el barro. Es una intención loable que, sin duda, agradecerán todos los electores, pero que hay que ser capaz de llevar a término.
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