El desafío independentista
Hay que parar la violencia de los CDR
El partido de la burguesía catalana, el de las nuevas clases emergentes crecidas bajo el proteccionismo de Jordi Pujol, el heredero de la Convergència del 3%, se alió con un grupo de extrema izquierda, independentista –miméticamente batasuno en el atuendo–, antisistema y, además, admirador de la revolución chavista. La CUP ha sido la vanguardia intimidatoria del proceso secesionista catalán, la que impuso el nombre de Puigdemont y el sacrificio de Mas –por blando–, la que obligó con sólo diez diputados a cumplir la hoja de ruta hasta el desastre final: la proclamación el 27 de octubre de la República catalana. Sin embargo, ninguno de sus dirigentes han sido procesados; Anna Gabriel se «exilió» para aparentar que era perseguida cuando no había ninguna causa contra ella. De la CUP han salido los autodenominados Comités de Defensa de la República (CDR), una fuerza de choque para imponer a toda la sociedad catalana la república que, según ellos, ya disfrutan. ¿Cómo ha sido posible que Convergència o sus versiones del PDeCAT y JxCat se hayan aliado con una formación que practica abiertamente la violencia y la coacción? Podría contestarse que esa mutación forma parte de la gran farsa del independentismo –una de las regiones más ricas de Europa, o todavía, simula ser un pueblo empobrecido y oprimido–, pero hay alguna otra más cercana y preocupante: la degradación moral del nacionalismo catalán. Hasta el momento, ni el Parlament –mayoritariamente independentista–, ni su presidente –que sólo lo es de los independentistas–, ni ningún dirigente del «proceso» ha alzado la voz contra las provocaciones de la CUP y de sus pupilos de las CDR, ni ha exigido que cese la violencia. Era inevitable que la Fiscalía, en este caso de la Audiencia Nacional, anunciase que investigará estos actos vandálicos «que ponen en peligro no solo la paz pública y el orden constitucional, sino la misma esencia del sistema democrático que los fiscales estamos obligados a defender». La sociedad catalana está dividida en dos partes y ejercer la violencia es sencillamente jugar con fuego. Es un acto de gran irresponsabilidad que puede tener graves consecuencias, por lo que debe ponerse coto a sus acciones. Cortar carreteras, autovías y túneles son actos violentos que no se pueden permitir y los Mossos d’Esquadra deben evitarlo. No pueden mirar para otro lado. Permitir que estos grupos actúen libremente supondría normalizar su existencia y sus acciones, un práctica de hechos consumados sobre los que se ha levantado el «proceso»: aceptar la impunidad como norma. Los partidos constitucionalistas han reclamado que cese la violencia, incluso el portavoz del PSC habló de actos «insurreccionales», por lo que «no es descartable que haya un enfrentamiento civil en Cataluña». Que el objetivo de los independentistas sea desbordar a las Fuerzas del orden e imponerse por la fuerza no es descartable, tal es su absoluta ceguera para entender que la vía unilateral ha fracasado y su apuesta por una «revuelta popular», tal y como lo expresó el eurodiputado de ERC Josep Maria Terricabras. La CUP, Arran –los que «secuestraron» con pasamontañas un bus turístico en Barcelona días antes del atentado yihadista de Las Ramblas– y ahora los CDR han crecido con el consentimiento de sus preceptores políticos, considerándolos sólo una facción cuyos excesos eran aceptados como la versión juvenil –puede que mentalmente pueril– de un «proceso» que ahora ha mostrado su cara más intransigente. La Justicia debe actuar contra la violencia.
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