Reino Unido

Johnson o el desprecio a la democracia

La Razón
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Que en la cuna del parlamentarismo un político populista no refrendado por las urnas se atreva a suspender las Cámaras, sustrayéndose a la voluntad de la soberanía nacional, como ha hecho el primer ministro británico, Boris Johnson, debería servir de aviso a navegantes a todos aquellos europeos que creen de buena fe que la democracia y el sistema de libertades no necesitan de su defensa, como si fuera connatural a la historia, y no el fruto de una larga y penosa, a veces trágica, lucha de generaciones. Porque Johnson no sólo se sirve espuriamente de un mecanismo legal para un fin que nunca estuvo en el ánimo del legislador –un «ultraje constitucional», en la gráfica expresión del portavoz de la Cámara de los Comunes John Bercow– sino que, como buen demagogo que desprecia las convenciones más asentadas, ha aprovechado la proverbial neutralidad institucional de la reina de Inglaterra para llevar a cabo una maniobra instrumental de la más baja estofa, sin importarle si mezclaba en la pugna del Brexit a la Monarquía, que era la única institución de Reino Unido aún no tocada por la división de la áspera controversia. Que tal acción provenga no de un aventurero de la política, ensalzado por una carambola de la vida, como ha habido tantos, sino de un político profesional de larga trayectoria y con una formación académica más que notable, nos llena de estupor. Pero, si bien, la maniobra es de todo punto rechazable, por lo que significa de desprecio a los principios de la representación popular, no deberían los dirigentes comunitarios obviar el objetivo final que esconde: volcar la responsabilidad última de la negociación sobre Bruselas. Y es que, una vez que Johnson ha neutralizado cualquier decisión que pudiera tomar el Parlamento británico contra su proyectada salida a las bravas de la UE, sus contrapartes en Europa se ven enfrentados a la disyuntiva de aceptar el trágala de Londres en la cuestión de la frontera irlandesa o a arrostrar un Brexit sin acuerdo, mucho más dañino para todos que el que se había pactado con el anterior Ejecutivo británico de Theresa May. En cierto modo, se trata más de una extorsión que de una apuesta, con el pueblo británico como principal rehén, que la Comisión Europea no debería aceptar bajo ningún concepto. Es evidente que desde los primeros compases de la negociación del Brexit, los cálculos de Londres se basaban en provocar la ruptura del frente europeo, conscientes de que la salida británica no afectaba económicamente por igual a todos los socios. No fue así, por más que no se pueda reprochar de falta de flexibilidad a la Comisión, y es necesario mantener la misma firmeza ante el último envite, que, todavía, está en el aire. Porque, efectivamente, la jugada de Boris Johnson impide a sus opositores en el Parlamento británico, que son mayoría, operar sobre el campo legislativo, pero existen mecanismos políticos para defender los principios democráticos que tan groseramente se quieren conculcar. De hecho, la Cámara de la Comunes dispondrá de un plazo de seis días, del 4 al 10 de septiembre, para proceder a una moción de confianza contra el actual primer ministro, que la aritmética parlamentaria hace perfectamente posible. Para ello, es preciso que los diputados torys que rechazan un Brexit salvaje se avengan a apoyar al líder laborista, Jeremy Corbyn, y propiciar el cambio de Gobierno y unas inmediatas elecciones. Por supuesto, es comprensible la dificultad que supone para el acuerdo la personalidad y las ideas que profesa el líder de la socialdemocracia británica, pero es la única respuesta posible a la actuación antiparlamentaria de Boris Johnson. Porque está en juego mucho más que la salida pactada de Europa. Se trata, nada menos, que del respeto debido a la soberanía popular.