El desafío independentista
La indignidad de un «president»
Desde que llegara a la Presidencia de la Generalitat por el «dedazo» de Carles Puigdemont, Joaquim Torra no ha tenido palabra u obra alguna que no fuera para alimentar el fuego del enfrentamiento con el Estado. Como le fue encomendado por el prófugo de la Justicia, su única razón de ser para ocupar la magistratura gubernativa de la que disfruta era que el grado de virulencia con España no se rebajara y que el discurso del odio se institucionalizara hasta prender en esa parte de la sociedad que secunda al movimiento nacional separatista. Nada le ha apartado de ese objetivo como tampoco lo hizo cuando Puigdemont era el inquilino del Palau. La demencia alcanzó tal punto que ni siquiera el atentado yihadista de Las Ramblas y Cambrils del pasado verano los hizo recapacitar. Debemos recordar ahora lo ocurrido aquel 26 de agosto del pasado año, diez días después de la barbarie, con el procés desatado, y cómo el Rey y el entonces presidente Mariano Rajoy fueron abucheados por algunos independentistas con esteladas estratégicamente colocadas en los espacios públicos en una escenografía planificada por el separatismo. Cuando se cumple un año de la matanza, Torra, Puigdemont y sus CDR intentarán esta semana recrudecer aún más si cabe aquel manoseo infame de un tiempo de tragedia en tantas familias rotas. Si entonces con el atentado tan reciente fueron capaces de llevar las cosas hasta donde lo hicieron para afear la presencia de las más altas autoridades del Estado, todo hace pensar que lo que está por suceder en estos días no se verá tamizado ni matizado por el sentido de la efeméride ni por la presencia de las víctimas. Torra, con la connivencia de la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, ha hecho todo lo posible por boicotear la presencia del Rey en los actos conmemorativos de esta semana. Sin Mariano Rajoy en La Moncloa, y con un separatismo cada vez más deshilachado, la beligerancia contra Don Felipe y la Monarquía se ha convertido en un activo esencial para conservar el pulso de la movilización supremacista. Que Don Felipe enarbolara la bandera de la libertad y la Constitución en aquel memorable discurso del 3 de octubre, que tanto daño hizo al independentismo, es algo que Torra esgrime como elemento de rencor en su dinámica de acoso y coacción a la Corona. Pero el hecho de que el presidente catalán haya decidido excluir a Don Felipe de los actos organizados por la Generalitat en el futuro no quiere decir que el jefe del Estado no pueda ir donde quiera, como acertadamente recordó el jefe del Ejecutivo, Pedro Sánchez. Faltaría más. El Rey estará en el homenaje a las víctimas de Las Ramblas y Cambrils del próximo viernes en Barcelona en lo que pretende ser un recuerdo con protagonismo para las víctimas y sin parlamentos institucionales programados. Como era de esperar, Puigdemont y Torra parecen ultimar una suerte de encerrona al Rey, que pasaría, entre otras cosas, por la entrega de algún tipo de documento reivindicativo en la línea con la escena de la apertura de los Juegos Mediterráneos cuando el president le abordó para darle una informe sobre el 1-O después de manifestarse contra su presencia junto a la ANC y Òmnium. Hay que estar preparado para que Torra y el separatismo conviertan la jornada de luto de final de semana en cualquier disparate pues el dolor ajeno, ni siquiera el tan injusto y vil como el causado por los terroristas, nunca los frenó. El Rey estará donde debe. Como siempre. Y el Gobierno sólo puede estar junto a él, como representante de la solidaridad y cercanía de los españoles con las familias de los golpeados por el fanatismo y el odio. Serán otros los que resulten retratados de nuevo en el espejo de la indignidad.
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