El desafío independentista
Lección del fiscal del 9-N
No suele ser habitual que el representante del Ministerio Fiscal introduzca en su alegato final conceptos y consideraciones que vayan más allá de la materia jurídica que concierne al caso juzgado, pero hay que concluir que tampoco es normal asistir a un proceso en el que los acusados son, precisamente, quienes más obligados están, por su condición de representantes de la voluntad popular, a cumplir y hacer cumplir la ley. Más aún, cuando su estrategia de defensa se ha basado en buena parte en la descalificación del ordenamiento constitucional y en la deslegitimación del mismo tribunal que debía juzgarlos. Es desde esta perspectiva cómo debemos entender la intervención del fiscal Emilio Sánchez Ulled y su inequívoca refutación de la falacia que representa el recurso a la democracia por parte de quienes no han tenido el menor empacho en manipularla. Ciertamente, puede parecer innecesario que la Fiscalía descienda a dar explicaciones sobre la independencia del procedimiento jurisdiccional en España y el proceso de toma de decisiones de la acusación pública, pero esa muestra de condescendencia, insólita si se quiere, no ha sido con los acusados, sino con una ciudadanía atónita ante el espectáculo de ver a una institución del Estado –como es la Generalitat de Cataluña– impulsando una estrategia de presión callejera contra los jueces de Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) y extendiendo la insidia de la mano gubernamental detrás de la actuación de la Justicia. Era, pues, conveniente desmontar la mentira política urdida por los procesados de que se estaba enjuiciando a la voluntad popular, y a esa noble tarea se ha aplicado el fiscal. Por lo demás, el informe de Sánchez Ulled es de todo punto impecable. Sin más concesiones, el fiscal ha llevado a cabo una minuciosa reconstrucción de los hechos, desgranando las responsabilidades de cada uno de los tres acusados –el ex presidente de la Generalitat Artur Mas, y las ex consejeras Joana Ortega e Irene Rigau– no tanto por su concurso en la organización y desarrollo del referéndum ilegal del 9-N, sino por su comportamiento ante la resolución del Tribunal Constitucional que ordenaba al Ejecutivo catalán la suspensión de la convocatoria y el cese de los preparativos necesarios para llevarla a cabo. La exposición razonada de la acumulación de pruebas e indicios contra los acusados, abrumadora, permite aseverar que el ex presidente Mas articuló una estrategia de desafío abierto a lo ordenado por el Tribunal Constitucional, incurriendo, junto con sus ex consejeras, en los delitos de prevaricación y desobediencia. No parece, sin embargo, que los acusados hayan comprendido bien la realidad de lo que se estaba viviendo en la sala de vistas del TSJC. Al menos, ésa es la impresión que nos dejó el alegato final de defensa del ex presidente Mas, empeñado en demostrar que era objeto de una represalia del Gobierno por, textualmente, «el éxito del referéndum del 9-N», olvidando que la consulta en sí misma no era el objeto del procedimiento, sino la flagrante desobediencia a una resolución judicial. Esa fuga de la realidad de Artur Mas es aún más sorprendente por cuanto torpedea su propia línea de defensa, consistente en transferir la responsabilidad a los voluntarios que se encargaron de la mecánica del referéndum. Corresponde ahora a los jueces valorar las pruebas y dictar la sentencia que crean más ajustada a Derecho. Pero, como señaló el fiscal Sánchez Ulled, el tribunal que juzga a Mas será igual de democrático «si condena como si absuelve». Una lección de democracia y ciudadanía que el ex presidente no parece comprender.
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