Prisión Permanente Revisable
Legislar por y para las víctimas
En nuestra Constitución, la sanción penal tiene una función rehabilitadora, por supuesto, pero también protectora de un bien jurídico superior, como es la seguridad, la libertad y, en su caso, la vida de las personas. De ahí, que el concepto de la Prisión Permanente Revisable (PPR) pudiera suscitar dudas de legitimidad constitucional, si no fuera, precisamente, porque su duración está acotada en el tiempo, con un máximo de 40 años, y porque puede reducirse de acuerdo a la evolución personal del condenado. De hecho, como recordaba ayer el ministro de Justicia, Rafael Catalá, al presentar la última modificación del Código Penal que amplía los supuestos delictivos de su aplicación, legislaciones similares están reconocidas como válidas tanto por el Tribunal Penal Internacional, como por la Convención Europea de Derechos Humanos. Si, además, tenemos en cuenta que el PSOE no vio obstáculo alguno en la existencia de este tipo de penas cuando España refrendó parlamentariamente su vinculación al Tribunal Internacional o se adhirió a la citada Convención, se hace muy difícil entender las razones de su oposición a una norma que no sólo cumple con los estándares más exigentes de los sistemas penales de las democracias europeas, sino que responde a situaciones objetivas de criminalidad para las que la actual panoplia sancionadora se ha demostrado ineficaz o, incluso, contraproducente. Así, frente a quienes se rasgan las vestiduras y denuncian «legislaciones en caliente», hay que recordar dos hechos fundamentales: que el sufrimiento de algunas de las víctimas de unos crímenes execrables data de hace más de una década, es decir, no es de ayer, y que es, por lo tanto, la experiencia acumulada la que informa de la necesidad de endurecer algunos tipos penales. Que el asesino confeso y convicto de la joven Marta del Castillo pudiera aprovecharse de todas las grietas del proceso penal, sin dar cuenta del paradero del cadáver de su víctima, cambiando de versión para no ser enjuiciado por un jurado popular y prolongando innecesaria y cruelmente el dolor de sus padres debe hacer reflexionar a todos sobre la oportunidad del decreto de reforma que elaboró ayer el Consejo de Ministros. Poco se puede hacer ya en el caso de la joven sevillana, una vez que el asesino ha desoído cualquier apelación al más mínimo sentido de humanidad y que la nueva pena no puede aplicarse, como es lógico, con efectos retroactivos, pero sí servirá, estamos convencidos de ello, para disuadir a otros posibles asesinos. Y hay que insistir en ello, porque es obsceno acusar al Gobierno de legislar en caliente o de aprovecharse políticamente de las víctimas cuando hablamos de largos años de sufrimiento –nueve en el caso de Marta del Castillo– o de dar, por fin, una respuesta a unas familias que sólo reclaman mejores medidas de prevención por parte del Estado, que eviten en lo posible que otras personas pasen por lo mismo. Que los violadores múltiples y reincidentes, cuyo pronóstico rehabilitador es, cuando menos, problemático, tengan más difícil salir a la calle; que el secuestro, la tortura y la agresión sexual perpetrados en niños tenga mayor reproche penal, o que se proteja en mayor medida a la sociedad de amenazas tan graves como las armas químicas o nucleares no sólo es razonable, sino deseable y legal. Es, además, una obligación de nuestros representantes políticos ante la sociedad española, que desde hace muchos años, demasiados, viene reclamando de las instituciones del Estado no el endurecimiento per se y espurio de las penas, que sería vengativo, sino una adecuación de nuestro Código Penal que sea capaz de afrontar con mayores garantías delitos execrables como los que hemos señalado y que tan duramente golpean a los más débiles.
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