Madrid Central
«Madrid Central», señuelo electoral
Pocas veces habrán asistido los ciudadanos a una actuación en materia urbanística tan radical, improvisada y de impacto social imprevisible como la que pretende llevar a cabo el Ayuntamiento madrileño en el centro de la ciudad. Pero si hemos elegido el término «pretende», sin dar por bueno el hecho, no es porque confiemos en una rectificación razonable de un Consistorio que se caracteriza por el autoritarismo en la toma de decisiones, sino porque, de momento, todo el asunto no pasa de ser un enorme escaparate electoral, con el medio ambiente como señuelo, dado que las medidas coercitivas, las únicas que se demuestran eficaces a la hora de modificar las conductas sociales, no entrarán en juego hasta que las encuestas despejen, aunque sólo sea en parte, las incógnitas que presentan las próximas elecciones locales. Porque, en realidad, bajo el subterfugio de un período transitorio, que quiere ser didáctico, la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, se cubre las espaldas de las consecuencias electorales de un proyecto que, por las trazas, puede acabar en un tremendo fiasco. Sólo el hecho de que cada semana se amplíe el número de grupos y colectivos que gozarán de exenciones para poder seguir circulando y estacionando en «Madrid Central», demuestra la increíble improvisación con la que se ha acometido el proyecto. Con todo, lo peor es que sólo podemos referirnos al corto plazo, con proyecciones sobre la afección del tráfico general, evolución del comercio y cambios de hábitos ciudadanos que, a falta de estudios rigurosos y contrastados, no permiten elaborar hipótesis capaces de mantenerse en el tiempo. La realidad es que nos hallamos ante un proyecto que, con independencia de sus raíces sectarias, consiste en la erección de un muro alrededor de un sector de la ciudad que, inevitablemente, cambiará la tipología urbana y social del área afectada. La realidad es que, sin más instrumentos cognitivos que el voluntarismo político, se van a interrumpir los flujos naturales de la ciudad y de sus alrededores, creando un sucedáneo de isla en la que regirán normas y disposiciones de movilidad distintas del resto. Ni siquiera es posible referirse a las experiencias similares en otras grandes urbes porque en cada caso la evolución ha seguido caminos imprevistos. Desde la decadencia de la vida urbana hasta la conformación de zonas de residencia privilegiadas, pasando por la llamada «gentrificación», que entrega una parte de la ciudad a los foráneos de paso, el efecto común ha sido la expulsión de los antiguos vecinos, bien por el deterioro de la convivencia, bien por el incremento de los precios de la vivienda y del comercio. Pero nada de ello parece haberse tenido en cuenta por parte de los gestores municipales que han despreciado cualquier debate en profundidad y, mucho menos, han dado voz a una oposición popular que, además, resulta ser la más votada en la mayoría de los distritos afectados. Puede, de momento, Manuela Carmena buscar el rédito electoral de su operación de imagen y de su efectista discurso medioambiental, donde, por otra parte, sólo hay prejuicios ideológicos contra el transporte individual, pero en algún momento tendrá que imponer multas y barreras físicas para sustentar su apuesta. Y, a partir de ahí, si las urnas no lo remedian, seguirá la inevitable ampliación del muro a las zonas aledañas, cuyas arterias no podrán absorber el tráfico inducido por «Madrid Central», en un proceso sin solución de continuidad. Madrid tiene otras prioridades que acometer, desde la limpieza de las calles al incremento de los precios de la vivienda y de los alquileres, disparados por el parón ideológico impuesto a la construcción, antes de meterse en experimentos sin red.
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