México
No todo es espectáculo en Trump
La llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, hace ahora un año, estuvo marcada por la incredulidad ante el hecho de que al mando del país más poderoso del mundo estuviese alguien sin el menor pasado político, con declarado desprecio por las élites gobernantes de Washington, dispuesto a denunciar todos los pactos internacionales y hacer la guerra por su cuenta y que rompió el «fair play» durante la campaña electoral con el uso de bulos e infundios sin mayor complejo. Lo cierto es que Trump ganó, aunque por escaso margen, a quien representaba a la perfección el establishment político, la demócrata Hillary Clinton. Pocos apostaban por su victoria, un supuesto que ni siquiera estaba en la mente del propio candidato, un multimillonario ambicioso que quería resarcirse de los desaires de los grandes medios de comunicación («The New York Times», «The Washington Post», «Time», «Newsweek», CNN...) y del progresismo complaciente que había encontrado en Obama su guía. Sin embargo, Trump ganó con un mensaje básico, una vez destilado de la cacofonía producida por las redes sociales en las que él se movía como un verdadero maestro, y todavía lo sigue haciendo: «América primero». Gestionar este eslogan no está siendo fácil por las derivas en las políticas migratorias que ha emprendido –el desafortunado muro de México o no renovar el permiso de a 788.000 inmigrantes ilegales–, pero, de entrada, conectó con una corriente de opinión silenciada y desfavorecida por el proceso de globalización, damnificados de las grandes corporaciones mundiales –aunque norteamericanas– que preferían producir fuera. Se ha abusado del tópico de decir que a Trump lo votaron los pobres incultos, esa América profunda que ahora debe competir con un mercado asiático que empieza a mirarle por encima del hombro; cuando es más real aceptar los datos: mantiene una popularidad inamovible del 38%, trece puntos más que George W. Bush en el mismo periodo. Si hay una parte de su electorado más volátil –más ideológico, o que no acepta su rutilante exhibicionismo de poder–, la base es más sólida de lo que su agitada vida privada nos indica. La personalidad de Trump, que llega al límite de lo aceptable institucionalmente, ha ensombrecido sus decisiones políticas concretas, aunque conviene ir al detalle. La situación económica ha mejorado, con un crecimiento al 3%; el índice de paro se ha situado al nivel más bajo desde 2000, al 4,1%, con una creación de 2,1 millones de empleo el año pasado; se ha producido la mayor rebaja de impuestos desde la época de Reagan, incluso mayor, muy centrada en las empresas y la economía productiva; y la inflación está por debajo del 2%. Trump podría ser tratado como un republicano ortodoxo en sus medidas económicas, aunque su posición incontrolable dentro del partido le sitúa en una posición «outsider» que, a la larga –y en función de la fidelidad del electorado–, se acabará aceptando como uno de los suyos. Es un presidente para consumo interno que ha puesto en marcha una política exterior aplicando la misma plantilla del «America first», situando muy claramente el enemigo principal (Corea del Norte), delimitando el avance de China y el poder político y territorial de Rusia –sin entrometerse, lo que tampoco hace en Irán y Cuba–, modificando su alianza histórica con Europa y la OTAN y dando un paso clave en el reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel. Trump ha roto la doctrina de la multilateralidad, pero sobre la base en un principio irrebatible: una política exterior al servicio de los intereses de EE UU. Aunque el personaje desborda el canon político establecido, sería un error cree que su paso por la Casa Blanca sólo es espectáculo: estamos ante un giro histórico en el orden mundial. Está por ver qué consecuencias tiene.
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