El desafío independentista
Un 155 necesario para la democracia
Cataluña vive la peor crisis de su historia reciente –salvado el gran desastre del Guerra Civil–, cuyas consecuencias empezamos a ver ya. La peor de todas, y la que de manera directa está afectado al conjunto de la sociedad: la ruptura en dos bandos casi simétricos y el deterioro de la convivencia y la paz civil. Sólo desde este punto de vista, el «proceso» independentista ha sido un fracaso en toda regla que todavía sus dirigentes no se atreven a reconocer, lo que demuestra la falta de liderazgo y de talla política y nos ha conducido a un deterioro institucional absoluto. El independentismo decidió sacrificar cuarenta años de autogobierno por una quimérica República Catalana que provocó la inmediata aplicación del artículo 155, por la que el Gobierno pudo adoptar las medidas necesarias para obligar a que una Comunidad Autónoma, Cataluña en este caso, cumpla con las obligaciones constitucionales. El anuncio de esta medida fue el pasado 27 de octubre, previo requerimiento y aprobación por la mayoría absoluta del Senado, supuso el cese el presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont –que horas después huyó vergonzosamente a Bruselas– y de los consejeros. En los días posteriores al 1 de octubre, fecha del referéndum ilegal de independencia suspendido por el Tribunal Constitucional, se produjo una salida masiva de empresas –que ha superado las 3.000– para instalarse en otros lugares de España, lo que por sí sólo mostraba que los partidos secesionistas habían optado por una estrategia irresponsable, la del cuanto peor, mejor. La aplicación del 155 cortó esta hemorragia y restableció la confianza de los mercados y la normalidad administrativa abandonada por el gobierno de Puigdemont. La puesta en marcha de esta medida excepcional –pero constitucional– contó con menos impedimentos de los esperados, en contra de aquellos que auguraban un enfrentamiento con el Estado. Pero no nos engañemos, Cataluña vive una situación de anormalidad provocada por la imposibilidad de los partidos independentistas –JxCat, ERC y CUP– de formar gobierno, en parte por incapacidad –son activistas dogmáticos que carecen de cualquier sentido público de la política– y en parte también por prolongar el desafío contra el Estado y presentar a la presidencia candidatos encausados por delitos que no son menores: el de rebelión, entre otros. El 155 ha acabado siendo un mal necesario para estabilizar una situación que estaba fuera de todo control y consecuencia directa de una ataque frontal contra el Estado de Derecho. El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, fue reacio a poner en marcha una medida que mermara en algo el autogobierno y con la convocatoria inmediata de elecciones marcó unos tiempos con los que podría restablecerse el normal funcionamiento de unas instituciones que ahora se han revelado como meros aparatos al servicio del «proceso». Basta comprobar ahora que los que fueran presidente de la Generalitat, del Parlament y los consejeros de departamentos estratégicos, como Interior –que es el mando político de los Mossos–, Presidencia y el llamado de Asuntos Exteriores están acusados por el delito de provocar por la fuerza la caída del orden constitucional. Una buena parte de la sociedad catalana recibió con alivio la puesta en marcha del 155 porque el desafío del independentismo y la entrega total desde todos los resortes de la Generalitat estaba abriendo una situación que iba contra el interés general, el económico y la convivencia. Los partidos constitucionalistas –PP, PSOE y Cs– que apoyaron la medida deben mantener el mismo pacto hasta que en Cataluña exista un gobierno que respete el orden constitucional. No hay otra salida ante un desafío tan descomunal contra la democracia española.
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