Constitución

Un oportunista uso político de la reforma de la Constitución

La Razón
La RazónLa Razón

La cuestión de la reforma constitucional se ha convertido en un lugar común cuando se trata de abordar el desafío independentista planteado por los separatistas catalanes y que, últimamente, también se extiende a las demandas nacionalistas en el País Vasco. Ayer, en la sesión de control al Gobierno, los portavoces de Podemos y del PSOE volvieron a recurrir a la reforma de la Carta Magna –con la excusa de «buscar un nuevo encaje a Cataluña»–, obviando que los nacionalistas catalanes rechazan cualquier otra legitimidad democrática que no sea la que expresen los residentes en el Principado. Es decir, que ni siquiera están dispuestos a considerar una reforma constitucional votada por el conjunto del pueblo español. Pero es evidente que, detrás de esa propuesta recurrente, no hay otra intención que la de atribuirse una supuesta posición de equilibrio entre el «inmovilismo» del Partido Popular y el «maximalismo» de los soberanistas, en lo que no es más que política de equidistancia que, a la postre, siempre se revela falaz, aunque pueda reportar algunas ventajas electorales a corto plazo. Así, sonroja escuchar a la diputada socialista Meritxell Batet acusar al Gobierno de «parapetarse detrás de la Constitución y la ley» ante el desafío separatista, cuando si de verdad se quisiera plantear una reforma de la Constitución en los puntos que atañen a la organización territorial del Estado y la titularidad de la soberanía nacional, lo que correspondería es plantearlo formalmente ante el Parlamento. Lo demás, no deja de ser una cortina de humo en la que ocultar la propia indefinición. Porque el procedimiento de reforma constitucional, en lo que se refiere a los títulos y artículos fundamentales –y la unidad de la nación española está comprendida en ellos– está perfectamente tasado y reglamentado por la propia Constitución. Es preciso insistir en este punto: si Podemos, el PSOE o cualquier otra formación política quiere plantear un cambio que afecta a la propia esencia constitucional, lo menos que se puede exigir es una propuesta formalmente articulada, en la que se especifique qué artículos deben reformarse y cuál sería su redacción final. Sólo a partir de ahí podría comenzar el complejo proceso de reforma: primera aprobación por las Cámaras legislativas –con mayoría de dos tercios en cada una–, disolución del Parlamento, convocatoria de nuevas elecciones, confirmación por las nuevas Cámaras resultantes y su refrendo en urnas por el conjunto del pueblo español. De entrada, poco se puede esperar de Pablo Iglesias, que ha anunciado que no asistirá al acto de celebración de la Constitución el próximo día 6. No hay camino fuera de la Ley y lo saben, o al menos deberían saberlo, quienes se sientan en los bancos del Congreso y el Senado en representación de la voluntad popular. Esto, por supuesto, no significa que la Carta Magna sea una roca inamovible. Sin duda, una propuesta que realmente respondiera a una demanda mayoritariamente reclamada por la sociedad española, se abriría camino desde el consenso de los principales partidos políticos. Como respondió ayer la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, a una pregunta al respecto del diputado de Podemos, Íñigo Errejón: «Reformar la Constitución es trabajo de algo más que de minorías ruidosas». Lo fundamental en este asunto es, pues, la claridad: qué se quiere reformar, para qué se quiere reformar y quiénes están de acuerdo. Lo demás es tacticismo político.