A pesar del...
Estado pobrecillo
Somos convocados a salvar la democracia, cuando hay más democracia que nunca, y sobre todo a no criticar jamás las subidas de impuestos que los pobrecillos Estados nos fuerzan a pagar, por nuestro bien, claro
Podrá haber caído el Muro de Berlín, podrá haber colapsado el comunismo, pero algunas de las más acendradas ficciones del marxismo prosiguen su rumbo, tan campantes. Es el caso del mito del Estado pobrecillo.
El bulo es tan antiguo que está en el Manifiesto Comunista que Marx y Engels publicaron en 1848, donde afirman: «Hoy, el Poder público viene a ser, pura y simplemente, el Consejo de administración que rige los intereses colectivos de la clase burguesa».
En la naturaleza misma de los mitos está su inmunidad ante los dos instrumentos de los que disponemos los humanos para despejar nuestros errores, a saber, la lógica y la evidencia empírica. Los Estados no hicieron otra cosa que crecer, apropiándose de los recursos de la clase burguesa y de cualquier otra clase social que pueda usted traer a colación. Pero los antiliberales de todos los partidos siguieron erre que erre argumentando que esa transferencia de recursos satisfacía curiosamente los intereses de los capitalistas, que parecían ser no solo malvados sino idiotas.
La historia continuó, ratificando que los males del capitalismo empalidecían frente a los del anticapitalismo, que regó el planeta con la sangre de millones de trabajadores, ante la indiferencia, el disfraz o el elogio de muchos pseudoprogresistas. Por fin, cayó el Muro y, ante el incuestionable carácter empobrecedor y criminal del anticapitalismo, los autodenominados progresistas reforzaron su prédica antiliberal, con nuevo giro novelesco. En efecto, ahora el Estado seguía siendo un títere, pobrecillo, «humilde, abatido y despreciado», como dice el viejo Diccionario de Autoridades de la RAE.
Pero, como no podían negar que el Estado había crecido a expensas de la burguesía, los antiliberales pasaron a sostener que retrocedía, siempre regido por los intereses del capital. Cualquier cosa mala, real o imaginada, todo es culpa del gran capital, que ha usurpado el poder político y desmantelado los Estados protectores. Eso no se ha producido en ningún lugar del mundo, pero da igual. Somos convocados a salvar la democracia, cuando hay más democracia que nunca, y sobre todo a no criticar jamás las subidas de impuestos que los pobrecillos Estados nos fuerzan a pagar, por nuestro bien, claro.
En un masivo y falaz negacionismo, persiste la fábula de que estamos en manos de un «poder económico», ante el cual siempre podemos negarnos a pagar, al revés que ante la supuestamente exangüe política.
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