Tribuna

La jaula de las musas: contra la investigación como campo de batalla

Investigar e innovar en el ámbito de las Humanidades nunca ha sido sencillo, sobre todo cuando los recursos son tan limitados frente a otras áreas y la competencia es intensa.

Isabel García Adánez, David Hernández de la Fuente y Nuria Sánchez Madrid

«Se apacientan en el populoso Egipto muchos eruditos armados de cálamo que mantienen peleas infinitas en la jaula de pájaros de las Musas». Así hablaba con sorna el satírico Timón de la que acaso sea la primera institución de investigación de la historia de occidente, la famosa Biblioteca de Alejandría. Allí, financiados por el reino de los Ptolomeos, los filósofos pensionados atesoraban el conocimiento y hacían avanzar la ciencia de forma admirable, sí, pero también disputaban sin cesar en un tira y afloja escolástico por el prestigio individual y por los recursos monetarios que hacían posibles sus especulaciones teóricas y prácticas. Y es que investigar e innovar en el ámbito de las Humanidades nunca ha sido sencillo, sobre todo cuando los recursos son tan limitados frente a otras áreas y la competencia es intensa.

Mucho ha pasado desde entonces, claro: entre otros hitos, la universidad renacentista e ilustrada, hasta llegar a la de nuestro tiempo. Se podría pensar que, en nuestras actuales sociedades del conocimiento, democráticas y sociales, se ha superado aquella larga historia de rencillas escolásticas basadas en el hiperliderazgo, y se ha fomentado la investigación colaborativa en nuestras universidades. Pero nunca como ahora quienes estamos implicados en la investigación advertimos que el escaso margen de autoridad que nos queda en la esfera pública se malgasta tanto en vanas escaramuzas propias de aquellos viejos reinos de taifas académicas. En efecto, los marcos de comprensión dominantes obligan a quienes investigamos a defender que líneas de trabajo como la historia cultural y la filosofía social no se agotan en ningún ingenio singular ni están sometidos a «copyright» alguno.

Tampoco ayudan los formatos de liderazgo y productividad científica acelerada en boga, que generan una presión insostenible para quienes se proponen no ya diseñar una carrera investigadora exitosa, sino sobrevivir en la actividad investigadora. Cunden por doquier en nuestro país esquemas de evaluación de esta que premian el trabajo intelectual aislado y altamente competitivo, desincentivando la creación de espacios de cooperación científica plurales en los que prime la deliberación colectiva sobre los dictados del «management».

No es de extrañar que en este contexto la investigación se oriente asimismo hacia fuentes de financiación privadas que alimentan por un efecto mimético la consolidación de líneas de trabajo afines incluso en la investigación no orientada. Finalmente, la ansiedad por ser los primeros en recibir e instalar en suelo nacional modelos de producción académica procedentes del exterior, no siempre dignos de imitación, favorece una competitividad que no ha dejado a su paso resultados deseables en las últimas décadas, sino en todo caso, y de ello sabemos mucho en el campo de las humanidades, una preocupante ignorancia de las zonas menos obvias del propio legado cultural.

Estas prácticas solo consiguen hacer del conocimiento un privilegio de élites, dado que las universidades y centros de investigación no encuentran atractivo alguno en transferir a los espacios sociales menos favorecidos los resultados de su exploración. Con ello, el quehacer investigador renuncia a contribuir al diagnóstico y solución de las patologías que preocupan al medio en que está insertado y más bien se convierte en correa de transmisión de un perfil de sujeto altamente adaptativo al sufrimiento, dócil a los cambios que vengan y en el fondo carente de demandas propias.

Ciertamente, toda investigación científica, como ocurre con la selección del personal, precisa someterse a procedimientos de evaluación que seleccionen las mejores propuestas, dejando atrás corruptelas y procesos de cooptación personal que tanto daño han hecho en tiempos pasados. No cabe pensar en un entorno de investigación creíble en la España actual que prescinda de organismos como las diversas Agencias de Evaluación y Calidad, la Agencia Española de Investigación o la Comisión Nacional Evaluadora de la Actividad Investigadora. Ahora bien, sería importante garantizar también la calidad de esa evaluación, la imparcialidad y la competencia de quienes evalúan, máxime teniendo en cuenta la repercusión de sus valoraciones –especialmente en la dotación económica del equipo o grupo evaluado– y el exquisito cuidado que ha de tenerse con el reparto de recursos públicos para investigación.

Es claro que ninguno de nosotros duraría cinco minutos en un espacio académico que no considerara innegociable gestionar la política de financiación y empleo desde criterios objetivos y procedimientos transparentes. Sin embargo, estos espacios de evaluación siguen estando atravesados con frecuencia por cuadros humanos que marginan las propuestas más innovadoras y disruptivas al juzgarlas desde paradigmas establecidos o ligados a grupos y líneas ya asentados.

Hay que evitar, pues, que los mecanismos que nacieron para impedir abusos, bajo los aparentemente asépticos procedimientos y aplicaciones informáticas, perpetúen algunas malas prácticas que remontan a esa «jaula de las musas» de Timón. Esto se evitaría si la distribución de roles en tales agencias y comisiones fuera más democrática e integral, al tener en cuenta la infrarrepresentación de varias líneas de trabajo en la investigación financiada en España, con el consiguiente desperdicio de talento y desprecio de áreas de conocimiento que sin duda podrían sintonizar en mayor medida con el interés público en general.

Isabel García Adánez, David Hernández de la Fuente y Nuria Sánchez Madrid. Investigadores de Filología y Filosofía (UCM).