Quisicosas

Para Julio

¿Qué fuerza convierte lo insoportable en motivo de orgullo? La patria, ese amor

Hay que ver lo mucho que mi patriotismo debe a Julio Iglesias. Soy una «baby boomer», es decir, de los que nacimos en los sesenta y conservamos memoria de una infancia vintage de viajes en coche imposibles de concebir hoy. Los padres iban delante y en los asientos traseros nos apiñábamos la abuela y los hijos, sin cinturón. Sentados en orden, llevábamos sobre las rodillas el cuco con un bebé. Ni sillitas infantiles, ni alzadores para menores. Así recorríamos Europa en verano y las horas eternas eran enjugadas tan sólo por un estricto menú de música clásica, alternada con canciones de Julio Iglesias, del que mi padre era devoto. Nosotras, que hicimos el camino desde Torrebruno hasta YMCA, detestábamos al cantante, pero en mis tiempos la familia era una institución teocrática. Entre el Réquiem de Mozart y Cucurrucucú Paloma nos hacíamos los 2200 kilómetros hasta Hamburgo y lo más hermoso que nos ocurría eran las estaciones de servicio. En lugar del aburrido señor de mono gris, dispensando con un surtidor huérfano, en Francia y Alemania las gasolineras eran de colores vivos y ofrecían deseables chucherías suizas y americanas. Entonces había un mundo entre nuestra España y el resto.

En algún momento se decidió que yo era suficientemente mayor para pasar un verano sola con mis abuelos. No hubo primos durante aquel mes. Mi único tío había caído en la Segunda Guerra Mundial y las reuniones fueron con mayores con fabulosas historias que no comprendía. Estaba mi tía Alma, que fue movilizada en una fábrica de quesos y que escamoteaba algunos para comer, a costa de empaparse la faja con el suero. Y mi tío Karl, violinista, que inútilmente intentó convencer a su sobrino para que se dejase meter en la orquesta de la Wehrmacht, lo que hubiese evitado su muerte a los 21 años. Con los días se me fueron enflaqueciendo los arrestos. Pequeña como era, no sabía ni el origen ni los matices de lo que me estaba pasando, pero uno de los síntomas era que, cuando el abuelo Klaus escuchaba la radio, en mitad de voces de bajo aromatizadas con acordeones o espantosos números de música ligera en alemán, mientras se escuchaba de repente la voz inconfundible de Julio Iglesias, sentía una fuerte presión en la garganta y ganas de llorar. Recuerdo que Julio era muy popular, los alemanes sólo conocían a dos españoles, el Rey Don Juan Carlos y el cantante. Hoy sé que aquello que yo padecía era nostalgia y que lo que echaba en falta era España. «Heimweh» se dice en alemán, dolor del hogar. ¿Qué fuerza convierte lo insoportable en motivo de orgullo? La patria, ese amor. Así empecé a idolatrar las cosas que adoraba mi padre.