Apuntes
La «narcocolonización» de las Américas
Los cárteles mexicanos operan en cien países, con una infiltración sostenida de las instituciones
El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, está encantado de haberse conocido porque, según cifras oficiales, en 2022 sólo se registraron 34.000 homicidios en todo el país, el mejor dato del último quinquenio. A los familiares de las víctimas la satisfacción gubernamental les deja fríos, porque, es sabido, el 91,4 por ciento de esos asesinatos se quedarán sin resolver, es decir, sin que el culpable sea identificado y pague por lo hecho. Uno, que siguió los procedimientos de investigación de la Policía mexicana en el caso del periodista Saúl González, secuestrado a las puertas de la Comisaría de Aguaprieta, muerto a palos y su cadáver arrojado a un barranco en una vieja trocha apache, ni siquiera se fía de que los «casos resueltos» hayan determinado a los verdaderos culpables, pero, parece, que el sistema judicial azteca no da para más.
En realidad, que haya menos muertos –lo de las mujeres es caso aparte, porque, en 2022, han asesinado a 3.800 féminas, 966 de ellas menores de 24 años– sólo significa que los cárteles van consolidando sus respectivas plazas y llegando a acuerdos de no agresión, entre otras razones, porque el fentanilo y el resto de los opioides se han convertido en un maná y llueve dinero para todos. No descuidan la cocaína, pero lo que está poniendo de los nervios a Washington es lo otro, que cada año se lleva la vida de entre sesenta mil y setenta mil norteamericanos enganchados a los derivados de la heroína. Estos días, el viejo AMLO andaba molesto con un informe de la DEA que cifraba en 44.800 el número de empleados de los cárteles de Sinaloa y Jalisco Nueva Generación, entre miembros, asociados, facilitadores y corredores afiliados. El informe señala, además, que esos grupos operan en, al menos, un centenar de países de los cinco continentes en una expansión sostenida de infiltración de las instituciones. Allí donde las estructuras estatales son fuertes, optan por un perfil bajo, pero donde flaquea la institucionalidad, como en el Ecuador postcorreísta, van con el método usual de «plata o plomo».
Podríamos remontarnos a las guerras civiles de la independencia de la América española para explicar cómo se jodió el Perú, pero ya han pasado más de dos siglos, tiempo, digo yo, suficiente para que el criollaje hubiera aceptado que sólo desde el respeto a la ley y a un poder judicial independiente se construye un Estado digno de ese nombre, pero no. Rechazaron las leyes del Reino, también ocurrió en la Península, y las clases altas se hicieron unas repúblicas a su conveniencia, sistema que pervive pese a los sucesivos, sangrientos e inútiles movimientos revolucionarios. También en estos días, el viejo AMLO ha utilizado su posición de presidente y su acceso ilimitado a la Televisión para sacudirle la badana a un juez, Martín Santos Pérez, que acababa de dictar una providencia de protección del honor y del justo proceso electoral en favor de una candidata presidencial, Xóchitl Gálvez, acusada de corrupta desde el propio Ejecutivo mexicano y con la utilización de sus datos fiscales. Al juez, AMLO le ha tildado de «protector de delincuentes», explicitando lo poco que le importan las instituciones judiciales de su país. No le arriendo la ganancia a Gálvez, pero, al menos, solo la denigran. Porque de haberse tropezado con los nuevos colonizadores de América, estos, sí, mexicanos, hubiera acabado como el candidato ecuatoriano Fernando Villavicencio.
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