Quisicosas

Nuevas pruebas de la Resurrección

Los Evangelios describen a Cristo resucitado de forma fascinante, del todo distinta del Lázaro redivivo

Talpiot fue un campamento británico al sudeste de Jerusalén que se convirtió en barrio judío y fue ampliado considerablemente tras la Guerra de los Seis Días. Recientemente se han construido allí torres de lujo. En 1945, cuando se edificaba en la zona, aparecieron varios osarios que el experto arqueólogo E. L. Sukenik, comisionado por el gobierno, dató en el siglo I de nuestra era, hacia el año 50. En las tumbas aparecían inscripciones como «Jesús, resucítalo». Talpiot es así, junto con los textos de San Pablo o los de los Hechos de los Apóstoles, uno de los más antiguos testimonios de que los seguidores de Jesús lo adoraban como Dios desde temprano. ¿Cómo es posible, si el hombre había sido ejecutado ignominiosamente por orden del máximo tribunal judío, el sanedrín? ¿Cómo judíos observantes, que la Biblia describe aterrorizados tras la detención del Galileo y que lo abandonaron en el Calvario, lo proclaman poco después señor de los muertos? ¿Qué pasó? La posibilidad de que una resucite es siempre estimulante, máxime desde que tiene al «otro lado» alguno de sus seres más queridos.

Los Evangelios describen a Cristo resucitado de forma fascinante, del todo distinta del Lázaro redivivo. Éste volvió de nuevo a la existencia convencional, pero Aquél, aunque comía y bebía, se dejaba tocar y se mostraba a los discípulos, hacía alguna otra cosa desconcertante, como atravesar paredes (lo hizo en el Cenáculo cerrado), aparecer y desaparecer a voluntad y presentar una apariencia novedosa que, de entrada, hacía que sus amigos no lo reconocieran (Emaús, Magdalena, Galilea).

¿Qué era ese Jesús resucitado? No lo sabemos, pero ha sido editado un libro que nos acerca a su realidad. Se llama «Resucitó» (Editorial Encuentro) y el autor es el profesor de la escuela Bíblica de Jerusalén y exégeta José Miguel García Pérez. Bucear en sus páginas ha sido una aventura indeleble. García proporciona pruebas arqueológicas e históricas y nuevas aportaciones lingüísticas (del sustrato arameo del texto evangélico griego) que me han dejado perpleja. Uno de los capítulos repasa la Sábana Santa de Turín, de la que no sabemos si cubrió el cuerpo de Jesús, pero sí, gracias a la ciencia actual, que envolvió a un crucificado de la época, flagelado de una forma brutal (unos 120 vergajazos), que llevó un casco de espinas (al estilo de una corona oriental), que presentaba un golpe bárbaro en la mejilla, como el que los evangelios dicen que el asistente del Sumo Sacerdote propinó al Nazareno; con una herida de lanzada en el costado y las piernas enteras, esto es, sin quebrar para acelerar la muerte. ¿Qué hacía un delincuente envuelto en un lienzo costosísimo? ¿Por qué no hay restos orgánicos putrefactos en la tela? Dudar es signo de prudencia, preguntar es muestra de inteligencia, investigar es sabiduría.