El canto del cuco

En el principio fue el árbol

En el principio fue el árbol. A su sombra descansaron los primeros seres humanos

Escribo en el Día Mundial del Medio Ambiente, buen motivo para salir del asfixiante zulo de la política a respirar un poco. El cielo anuncia lluvia, bendita sea. Y cantan los mirlos. En el principio fue el árbol. A su sombra descansaron los primeros seres humanos. Vivieron un tiempo alegres y confiados. Se alimentaban de los frutos que la tierra les ofrecía generosamente. Para ser felices les bastaba un huerto con frutales y un arroyo de agua clara. Pero un día quisieron ser como Dios, comieron de la fruta prohibida y perdieron la inocencia. Hay quien dice que fue un manzano de manzanas doradas, pero vaya usted a saber. Andaba por medio la serpiente, que algunos identifican hoy con la inteligencia artificial. El caso es que fueron expulsados del paraíso. Y, más o menos, así empezó todo.

Cuando se quedaron fuera a la intemperie tuvieron el consuelo de que, a su alrededor, crecieron y se multiplicaron los árboles más variados, lo mismo que se fueron multiplicando los humanos, las ciudades, los coches, los plásticos y las chimeneas de las fábricas. Comprobaron que la copa de los árboles limpiaba el aire y acogía a los pájaros, y que su sombra protegía nuestra salud y nuestro sueño. Cada árbol tenía un nombre, nombres preciosos, como el árbol de la lluvia, el árbol de la vida, el árbol del pan, el árbol de la música (que está en la Dehesa de Soria), el árbol del amor… y otros no menos hermosos como olivo, olmo, acacia, cerezo, álamo, roble, haya o encina.

Andando el tiempo, hubo hombres bárbaros que decidieron destrozar los bosques y talar sus árboles centenarios. Levantaron ciudades cubiertas de cemento. Y el aire se fue volviendo irrespirable. El desierto avanzó incontenible sin un árbol en toda la extensión de la mirada. Se calentó la atmósfera y, poco a poco, el agua de los mares se convirtió en una caldera ardiente. Las frutas estaban cargadas de insecticidas. Disminuyeron los pájaros y se morían las abejas. El tiempo se volvió loco. Se turnaban las tormentas arrasadoras y las sequías pertinaces. Cundió la alarma y se anunció con trompetas apocalípticas el calentamiento global. Y fue entonces cuando los humanos más conscientes volvieron a mirar con respeto y esperanza a los bosques que aún sobrevivían. Poco a poco fueron saliendo de la ciudad. Dejaron los coches aparcados y se sumergieron en la floresta. Recorrieron las veredas, escucharon de nuevo el rumor del agua del arroyo y el canto de los pájaros. Y regresaron a casa convencidos de que habían encontrado el paraíso perdido.