Estados Unidos
Amigos-enemigos en Oriente Próximo
El reciente acuerdo nuclear entre Irán y el llamado grupo P5+1, encabezado por Estados Unidos, ha suscitado un nivel sin precedentes de críticas a la política estadounidense de parte de sus dos más sólidos aliados en Oriente Próximo: Israel y Arabia Saudí. El primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, ha llamado a sus ministros y partidarios en EE.UU. a presionar al Congreso para que se oponga al acuerdo. Mientras tanto, las autoridades saudíes han acusado a Estados Unidos de vender a sus aliados a cambio de un nivel insuficiente de seguridad.
La aparente coincidencia de los intereses israelíes y saudíes sobre Irán ha dado lugar a titulares de Prensa sobre que ambos países están coordinando estrategias para enfrentar a la República Islámica. Algunos sugieren que Arabia Saudí va a abrir su espacio aéreo para ayudar en caso de un ataque israelí. Si bien no hay duda que, de hacerse, una coordinación así sería encubierta y no evitaría que Riyadh criticara después la acción militar israelí, sería útil para los intereses nacionales de ambos.
Hace tiempo que es un secreto a voces que las autoridades israelíes y saudíes se comunican con regularidad y probablemente comparten información de inteligencia. Pero lo que les preocupa sobre Irán está lejos de ser idéntico y sus distancias de las políticas de EE.UU. varían mucho. Tal vez la existencia de una coordinación militar y diplomática entre ambos países sea buen material periodístico, pero probablemente no sea más que ficción.
Lo que más preocupa a los israelíes son las ambiciones nucleares de Irán. A diferencia del apoyo iraní a Hizbulá en el Líbano y otras formas de terrorismo manejables para Israel, el problema nuclear representa una amenaza existencial. Si la diplomacia hubiera logrado poner fin al programa de armas nucleares de Irán, este país no seguiría siendo el centro de atención de la política exterior de Israel.
Sin embargo, las ansiedades saudíes acerca de Irán son más profundas y complejas. Su punto central es la interferencia iraní en los asuntos internos árabes, especialmente en Irak, Siria, Líbano, Yemen y Bahréin. Aunque la enemistad entre iraníes y saudíes se remonta a varias décadas, se agudizó tras la Revolución Islámica de 1979, cuando el Líder Supremo, Ayatolá Ruhollah Jomeini, comenzó a propagar su visión revolucionaria del Islam chií por la región.
Los efectos no se hicieron ver de inmediato. La guerra de Irán con Irak en los años 80 y los bajos precios del petróleo en los 90 mantuvieron debilitada a la República Islámica. Todo esto cambió en la década siguiente, cuando Irán apoyó el ascenso de Hizbulá en el Líbano y logró dominar la vida política iraquí después de que la mayoría chií se hiciera con el poder después de la invasión encabezada por Estados Unidos.
En 2006 Irán logró alejar al movimiento palestino Hamas de la esfera de influencia saudí y acercarlo a Siria, su aliado. El éxito de la resistencia de Hezbolá durante el mes de guerra con Israel ese mismo año reforzó el llamado «eje de la resistencia» de Irán. Al mismo tiempo, los altos precios del petróleo permitieron a Irán financiar con liquidez a sus nuevos aliados. Esta radical reconfiguración del equilibrio de poder regional ha causado especial inquietud en los estados del Golfo.
Además de tener preocupaciones diferentes sobre Irán, Israel y Arabia Saudí se relacionan de manera profundamente distinta con Estados Unidos, que define el alcance de su acción en el corto y el largo plazo. Los vínculos políticos, culturales y religiosos de Israel con Estados Unidos son sólidos, y es su único aliado constante y fiable. Sin embargo, por largo tiempo Israel ha podido actuar por sí solo en asuntos de seguridad esenciales sin dañar seriamente la relación bilateral. De hecho, sería muy probable que la relación sobreviviera si, contrariamente a lo aconsejado por Estados Unidos, Israel atacara a Irán.
La relación de Arabia Saudí con Estados Unidos es más superficial. El Reino necesita la protección de las Fuerzas Armadas estadounidenses, sin la cual no podría resistir un ataque de Irán. A cambio, los saudíes hacen uso de sus enormes reservas y su capacidad de crudo disponible para asegurar que el mundo disponga de suministro de petróleo a precios estables.
A diferencia de Israel, Arabia Saudí tiene poca influencia en la política interna estadounidense, más allá de algunos ejecutivos del petróleo y fabricantes de armas. La familia real saudí ni siquiera goza con el presidente Barack Obama de la cercana relación personal que tenían con los presidentes Bush (padre e hijo) y Bill Clinton, que se encargaba directamente de las relaciones bilaterales.
Tal vez el factor que más limite las perspectivas de una cooperación saudí-israelí es la actitud general del mundo árabe, incluido el Reino mismo, hacia el estado judío como tal. Por ejemplo, el uso del espacio aéreo saudí por parte de Israel no podría mantenerse en secreto por mucho tiempo, obligando a los gobernantes saudíes a hacer frente a grandes manifestaciones antisionistas en su país y todo el mundo árabe. Si bien Israel podría tolerar cierto nivel de crítica del oficialismo saudí como precio por su apoyo, no sería tan fácil aplacar a la opinión pública árabe, especialmente si no hay avances en el tema palestino. En último término, se vería a los saudíes como colaboradores del adversario más odiado en contra de un estado musulmán (aunque sea también un enemigo).
Del mismo modo como es improbable que saudíes ni israelíes estén dispuestos a devaluar sus relaciones con Estados Unidos, lo estarán menos todavía a acercar lazos. Sin embargo, esto no debería reducir el nivel de inquietud que en los Estados Unidos puede causar la profunda desafección de cada uno de estos aliados. Su falta de acuerdo, no sólo en torno a Irán, sino también sobre Siria y el problema palestino, debilita seriamente la influencia estadounidense en la región.
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