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Barra libre del BCE: ¿hasta cuándo?

La Razón
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La agencia de noticias Bloomberg publicó hace unos días que el Banco Central Europeo estaba barajando seriamente la posibilidad de poner fin a su programa de compra de deuda pública: la famosa flexibilización cuantitativa (QE, por sus siglas en inglés) que tantas alegrías ha dado a los gobiernos más manirrotos de la Eurozona pero que apenas ha logrado ninguno de los efectos que presuntamente ambicionaba cuando se implementó hace ya año y medio.

El BCE quería relanzar la inflación en la Eurozona, pero el IPC sigue a fecha de hoy por debajo de cuando se anunció el QE; el BCE pretendía relanzar los mercados bursátiles, pero el Euro Stoxx 50 (las cotizaciones de las 50 mayores empresas de la Eurozona) sigue por debajo de cuando se anunció el QE; el BCE quería relanzar la concesión de crédito a familias y empresas, pero el crecimiento del crédito al sector privado discurre hoy al mismo ritmo que cuando se anunció el QE; el BCE quería relanzar el crecimiento económico de la Eurozona, pero hoy la Eurozona no crece apreciablemente más que cuando se lanzó el QE y, de hecho, su ritmo de expansión viene ralentizándose desde hace varios trimestres.

Los únicos efectos que ha cosechado el QE han sido, por un lado, abaratar el coste de financiación de los estados, facilitando así una mayor emisión de deuda por parte de aquellos gobiernos que se niegan a cuadrar sus presupuestos; y, depreciar el euro alrededor de un 15%, lo cual habrá entusiasmado a muchos exportadores, pero también ha crujido y empobrecido a muchos importadores: una redistribución de la renta sin base económica alguna salvo la de recompensar a quien era incapaz de competir en los mercados globales con un euro no artificialmente depreciado.

Lo lógico, pues, sería que el BCE sí estuviera barajando poner fin a este estéril programa monetario. No en vano, oficialmente ya debería haber concluido en septiembre de este año, si bien optó por prorrogarse al menos hasta marzo de 2017. Y si ésta resultara ser, de verdad, la fecha de su liquidación definitiva, los dos únicos beneficiarios reales del QE –gobiernos y las empresas exportadoras– deberían comenzar a plantearse si son capaces de mantenerse a flote en un mundo con unos tipos de interés y unos tipos de cambio más elevados. Y si no lo son, deberían comenzar a prepararse ya mismo para ese momento: poner en orden sus cuentas y revisar sus planes de negocio.

Con todo, que sea lógico que el BCE liquide el QE no significa que vaya a hacerlo. Es más, dejando de lado la filtración de Bloomberg, todo apunta a que no lo hará. Este pasado jueves se publicaron las actas de la reunión del banco central a principios de septiembre y el mensaje sigue siendo el mismo que hasta entonces: el QE se extenderá hasta marzo de 2017 o «más allá si resultará necesario». Es más, el grueso de los miembros del BCE parecen estar militantemente convencidos de lo que están haciendo: «Si bien el Consejo de Gobierno necesita dar tiempo a las medidas ya adoptadas para que desplieguen sus efectos, es importante reiterar su capacidad y disposición a actuar para lograr sus objetivos, usando para ello todos los instrumentos a su disposición». ¿Propósito de enmienda? Ninguno.

El QE se está convirtiendo en una especie de droga: pese a no estar generando ningún efecto positivo en el consumidor, sí le ha provocado una dependencia de la que es complicado desengancharse. Por eso, y pese a su flagrante fracaso, no es previsible que la ortodoxia se imponga a corto plazo en el Consejo de Gobierno para decretar el fin de este fallido experimento.

Brexit duro

El Brexit era una oportunidad y un riesgo para Reino Unido y para Europa. Oportunidad porque podía poner de manifiesto que eran posibles modelos de cooperación social y económica distintos a la UE, abriendo un sanísimo proceso de competencia organizativa entre todos ellos; riesgo porque abría la puerta a destruir la cooperación social y económica entre británicos y europeos. Durante la última semana, parece que la parte más liberticida y nacionalista del Brexit está ganando la partida o, está cobrando una creciente visibilidad pública: Theresa May apostó por más controles migratorios, lo que se entiende como su apuesta por una salida no negociada de la UE (los líderes europeos condicionan el acceso preferencial de Reino Unido al mercado comunitario a que el gobierno británico no restrinja la libertad migratoria). La patronal británica ya se ha posicionado en contra de un Brexit duro que erija barreras de entrada y advierte de que tales restricciones sí supondrían un duro golpe para la economía del país. ¿Se pegarán May y los suyos un tiro en el pie?

Mutualizar la deuda

De acuerdo con el premio Nobel Joseph Stiglitz, la supervivencia de la Eurozona requiere de un amplio paquete de reformas dirigido a incrementar la integración política europea: por ejemplo, fondos de garantía de depósitos o prestaciones para el desempleo de carácter comunitario. A juicio de Stiglitz, el Pacto de Estabilidad y Crecimiento se ha mostrado incapaz de afianzar la credibilidad de la Eurozona en los momentos de mayor tensión financiera, lo que hace imprescindible avanzar hacia formas de mutualización de la deuda similares a las que acabamos de mencionar. El problema de la tesis de Stiglitz es que el Pacto de Estabilidad y Crecimiento no ha funcionado porque no ha sido respetado por la inmensa mayoría de los países del euro, lo que, como resultado, terminó desatando la dramática crisis de deuda de 2012. Sólo suponiendo que la indisciplina presupuestaria es la condición natural de los Estados miembros, tendría razón Stiglitz a la hora de afirmar que, sin una comunitarización del gasto y de la deuda, el euro será incapaz de sobrevivir.

Demasiados impuestos

De acuerdo con el reciente Barómetro de Percepción de la Fiscalidad, el 54% de los contribuyentes españoles considera que los impuestos le ocasionan un «grave» perjuicio a su economía personal y familiar. A su vez, casi el 80% cree que los tributos son demasiado altos. Las cifras, pues, ponen de manifiesto que los españoles reputan excesivo el coste que actualmente les supone el Estado. Y no es para menos: la cuña fiscal sobre los trabajadores (el porcentaje del salario que se abona en forma de IRPF y de cotizaciones a la Seguridad Social) es más elevada en España que en Dinamarca. Por desgracia, cuando a esos mismos contribuyentes el CIS les plantea la disyuntiva de si prefieren pagar menos impuestos a cambio de recibir menos servicios públicos o seguir pagando los mismos sin experimentar recortes, la posición dista de ser tan mayoritaria. Sigue siendo necesaria mucha pedagogía para explicar por qué, pagando muchos menos tributos, los españoles podrían disfrutar de muchos mejores servicios sociales al margen de su provisión por parte del Estado.